En la ciudad de los muertos

En la ciudad de los muertos

Él se quiso morir. Nadie lo mató, ni mucho menos le llegó alguna enfermedad. Se quiso morir para ser un fantasma más en esta ciudad. Dejó de vivir honradamente.

Ahora se escuchan por todas partes sus gritos plomizos, esos que salen en el diario y que atemorizan a muchos de los que siguen vivos. Esos mismos gritos que él lanza son los que pudieron matarlo, es decir, los gritos de los que ya se habían desesperado terminaron por matarlo. Y es que en uno de esos lamentos escuchó que las buenas costumbres ya habían muerto; en otro se dejaba escuchar la falsa pronunciación a favor de abolir la confianza en las buenas personas, a cambio de la desconfianza entre todos. Estos gritos pueden matar a cualquiera, convirtiéndolo en vana sombra de la vida.

El que más sufrió al verlo inscrito en la fila de los cadáveres fue su hijo, que con una inmensa alegría salió de la morgue con su padre al ver que aún seguía vivo, de hecho, muchos de los que se encontraban ahí seguían vivos, pero estaban ciegos y en su mayoría sordos, lo que los hacía arrastrarse, pues ya ni el valor de caminar entre los hombres tenían, no, ahora pretendían arrastrarse por encima de todos, decían. Saliendo de la morgue su hijo lo llevó a casa. Una vez ahí se percató de que la cerilla que obstruía sus oídos debía ser derretida con el propio calor humano: la amistad, la familia  y la cordialidad, con esto el cuerpo del frío cadáver comenzaría a recordar y producir el calor que se le hacía tan necesario en esta noche eterna. Poco a poco se levantó en él una llamarada por la que volvió a confiar en los hombres. Es cierto que iba contra la ley, pero sólo así podía vivir en esta ciudad de muertos. Él vive, igual que todo lo que en un principio habían matado los desesperados.

En la ciudad de los muertos él quiso vivir. Ahora sale a trabajar como antes, es decir, no sólo con la cabeza y el corazón, sino también con las manos.

Javel

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