Invasión a Guatemala

Dormir sobre una bomba no puede ser tan malo. Lo peor ya había sucedido y el soldado Pérez, después de dos horas con dieciséis minutos de mantenerse estático en aquél páramo desierto no podía explicarse cómo había llegado hasta ahí, o peor aún, cómo había sido tan imbécil y había soltado el radio transmisor por el incontrolable temblor de sus manos. Se repetía una y otra vez que había sido entrenado para superar el miedo en situaciones como éstas, bueno, tal vez no tan extremas, pero el continuo abuso físico que recibió en el ejército, las innumerables horas que pasó en el campo de batalla limpiando caminos de restos humanos como si fueran hojas en otoño, le hacían imaginar que estaba preparado para cualquier contingente. Se equivocaba, Dios sabe que no estaba listo para esto.

Era verdad, no tenía miedo a la muerte, para él, no era muy diferente a pestañear. El tiempo vuela cuando se está inconsciente y seguro rebasa los límites de la velocidad cuando se está muerto. En cambio, cuando uno tiene todos los sentidos al máximo y cualquier error, descuido o distracción hace la diferencia entre matar o ser devorado, vaya que pasa lento el tiempo. Es una carga más pesada que cualquier compañero mutilado, más agotadora que los días que ya llevaba sin agua andando antes de pisar donde no debía. El estrés de saber que debía entrar en un estado tan preciso, tan perfecto, le causaba grandes dolores de cabeza incluso antes de ser enviado a cualquier misión. Sabía, además, que su escuadrón de infantería era tan desechable como los pelos de un gato. ¿Qué más da si moría allí, parado a la mitad de la nada y sin oportunidad de pedir ayuda? Él estaba preparado para morir, lo que lo aterraba de verdad, era salir vivo de su situación. Tal vez corriera con suerte, tal vez le amputara los pies la explosión y el calor de la descarga de metralla cauterizara las heridas, de ese modo no tendría que padecer la pena de desangrarse como si fuera un cerdo. Él sabía lo que podía pasar y por más que lo intentaba, no lograba encontrar un desenlace que le pareciera aceptable, o que al menos lo eximiera de que algún imbécil soldado raso dijera “murió por pendejo” cuando sus compañeros contaran su historia. El creer que de algún modo, pudo haberse evitado llegar hasta ahí, como si sus pasos no fueran guiados por la tinta que escribe el porvenir de todos los hombres en el libro del destino, como si de algún modo, ese estado de alerta que tanto le pesaba, le hubiera podido servir para penetrar las piedras, la tierra misma y mirar de frente la sonriente cara de la muerte que se ocultaba allí en silencio esperando por él. Seguro eso era lo que más le incomodaba, que después de haber sobrevivido a la guerra entera, de haber sometido al ejercito contrario y conseguir su vergonzosa rendición en términos por demás denigrantes, él no pudiera llegar a casa, volver a someter a alguien más, regresar al entrenamiento diario (incompleto en el mejor de los casos). ¡Cómo pudo haber sido tan estúpido! En situaciones así, resulta absurdo hacerse preguntas por el estilo, sin embargo, uno no puede evitarlo. Se busca entender el mudo azar y descifrarlo en su engorroso dialecto, ¿para qué? Eso no le quitaría la fatiga de sus párpados, ni detendría al sol, que a diferencia de él, nunca mostraba la más mínima gota de cansancio, de hartazgo o desesperación. ¿Por qué se desgastaba con esos pensamientos? Su suerte no iba a cambiar, los dados de su destino seguían en el aire, pero no había posibilidad de que ganara. La noche estaba por caer y sabía que el sueño no cedería terreno.

Claroscuros en nuestros demonios

Hundido en el estanque, sostenido desde el fondo por rocas, yace el cadáver de un estudiante. Tras efectuarse la investigación correspondiente, se halla que el crimen fue planeado e incitado por un correligionario del mismo círculo intelectual. Junto con eso también se descubre que este círculo no era una simple tertulia literaria, en realidad pretendía ser el nudo de una red política tejida bajo una causa común. El suceso conmocionó a muchos en Rusia e incluso algunos otros en Europa, entre ellos el escritor Fiodor Dostoievski, quien con su impresión logró conformar Los demonios.

Al publicarse la obra los detractores no se hicieron esperar. Varios le achacaron que la novela no retrataba con fidelidad al responsable del homicidio, que su Verhovenski no es una imagen exacta de Sergei Necháiev. Por lo mismo la novela es un falso testimonio, comete grandes errores si intenta iluminar el evento tenebroso. Todavía más grave: el narrador del relato nos advierte que estamos frente a una crónica, cualquier imprecisión es imperdonable.  Ante esta crítica, ¿la novela puede ser importante?

Considerando su densidad y extensión, con facilidad respondemos negativamente. ¿Quién demonios querría leer una novela sumamente larga llena de personajes violentos, atormentados y desagradables? La novela podría tener un papel relevante en nuestra vida si la tomamos como un pasatiempo. Nos partimos tanto el lomo, hora tras hora, que merecemos un ocio apropiado, mejor aún si es cultural. No obstante, como ya vimos, Los demonios sigue perdiendo.

Retomando los personajes extraños, otra opción podría ser que la novela sirve para recordar los horrores en el hombre. Sus páginas señalan dolorosamente qué tan enfermos estamos o podemos llegar a ser. Coloquialmente diríamos que retrataría perfectamente los demonios que sufrimos cada uno. Nuestra vida cotidiana sería una lucha por vencerlos, por no dejar que emerjan a la superficie. Colaborando en esta tarea aparecen diversos especialistas con terapias que intentan arrullar a nuestras bestias internas. Su riesgo se debe a que éstas refunfuñan desde el fondo insondable, los gruñidos se traducen en acciones en el mundo. Así el paciente no es responsable por lo que hace, sus amos residen en su propio corazón.

Frente a ello debemos alegar que es un hecho que juzgamos esas acciones. No vivimos guardando una actitud escéptica cuando se presenta alguna, por lo mismo no asumimos que otro sea responsable de ella. Siendo acertados o no, calificamos a alguien como sensato, virtuoso, criminal o perverso. Ni siquiera lo misterioso de la acción nos detiene en nuestro juicio. Pese a que no veamos su origen o su alcance final, nos animamos a hablar acerca de ella (lo cual varias veces nos orilla a cometer errores o malinterpretaciones). Si quizá no llegamos a apresar a los demonios, al menos podemos hacerlos manifestar en penumbra.

Teniendo estas limitantes nebulosas y el propósito iluminador de la novela, ¿aquí residirá su utilidad? Con la presentación de la obra literaria, el autor permite que veamos cosas no tan claras en nuestra vida cotidiana. De este modo podemos realizar una observación más minuciosa de los personajes involucrados en la novela. Consciente de esto, Dostoievski pudo replantear aquel sombrío evento para ponerlo a la luz pública. Si bien no conseguiría una respuesta última, al menos tendría una explicación de un posible problema. Pasando a la vista de los críticos, el ruso logró un testimonio más completo. Quizá esto sirva para los días convulsionados donde aparecen tiradores en iglesias protestantes o jóvenes saboteadores en las calles. La novela sería el fósforo encendido en nuestros tiempos oscuros.

Bocadillo de la plaza pública. Engaños, difamaciones y acoso otra vez, sí, en el periodismo nacional.

La gota que derramó el vaso

La gota que derramó el vaso

Él era de los que veía el vaso medio lleno, más por comodidad que por optimismo. La vida se le antojaba como para no tener que volver a comenzar desde cero. Con todo lo que ya tenía era bastante para empezar a trabajar o, mejor aún, seguir en lo propio. Porque, ¡qué molesto es ir a repetir todo aquello que no es de mi agrado!, pensaba este hombre. Así estoy bien, ahí la llevo, se decía. Además, ¿quién entre los presentes se atreverá a dejar a este pobre hombre más pobre, con algunas de esas preguntas que hartan a cualquiera, pero que al final, dice la mayoría, te deja vacío?

Así es como vivía este hombre, sin preocuparse por nada más que por acumular experiencias y exagerarlas cada vez que llegaba el momento de dar cuentas a un desconocido charlatán o a algún amigo más, de esos de ocasión. Realmente sus relaciones no duraban, pues lo importante  –todo el mundo lo sabe– es avanzar. Cada vez que le ocurría conversar con alguien comenzaba dando su amasijo de historia, después de lo cual guardaba silencio, veía en el rostro de su interlocutor si había triunfado o no, sonreía patéticamente –daba la impresión de que no sabía hacerlo– para disponerse a escuchar al otro, y dar un veredicto parecido a éste: “Yo creo que estás exagerando, te falta ser más objetivo”. Con pomposo acento se perdía la conversación, pues nunca llegaba aquella sonrisa amable, que es como el punto y seguido de una plática, ni la voz franca y seria para tratar otros asuntos. Se podría decir que las charlas de este hombre no tenían principio ni fin, ni arriba o abajo.

Pero algo le pasaba, y era grave. Por más que vivía, no lograba superar ese mediocre nivel de vida que tenía. ¿Tendría fugas su vaso? ¡Tantas experiencias y ninguna lograba elevarlo!, pero al poco tiempo se le olvidaba esto y regresaba a vivir como antes.

Leyó, escribió, platicó y vivió mucho, incluso se dio la oportunidad de ser audaz. El tiempo nunca fue su enemigo, pero tampoco le agradeció nada. Así fueron todos sus días, hasta el final, sin enturbiar el agua, sin verla derramarse. Un día, cerca del final, se preguntó: ¿Qué hice? ¿Qué sé de mi vida que no sea exagerada construcción mía?, ¿qué he hecho?, ese día no murió. Ahora vive con un vaso lleno de franqueza, y vacío de vanidades.

Javel

Un buen hombre (primera parte)

Hace algún tiempo me enteré, casualmente, de la historia de un buen joven; al menos así le decían. El joven fue educado por personas adultas, herederas de las buenas costumbres, aquellas que pretenden fortalecer la buena convivencia en los distintos ámbitos humanos. No le disgustó recibir semejante educación, como fácilmente se podría esperar de una persona que convive con muchos niños inculcados con principios manifiestamente diferentes a los suyos, ni juró vanamente jamás llevarla a cabo una vez estuviera libre; incluso podría decirse que se sentía muy contento cuando actuaba conforme le enseñaron las personas adultas. Él se lo explicaba diciendo que una dulce y tranquila emoción lo embargaba cada vez que actuaba decidiendo con sus tradicionales principios, pues éstos le fueron inculcados con una paciencia y una dulzura constantes. Quizá también le gustaba actuar de esa manera, según investigué, porque en los lugares en los que trabajó (talleres donde se hacían excelentes productos) tenía compañeros guiados por las mismas costumbres que conocía. En pocas palabras, el joven había conocido a muchas personas que el actuar bien les había proporcionado una sólida y tranquila vida.

Por sus juiciosas acciones, el joven era flanco de innumerables elogios; a veces lo invitaban a comer y durante bastantes horas, hasta muy entrada la noche, lo ensalzaban. Él permanecía callado mientras todos le proferían los más altos cumplidos, cuando éstos terminaban él sólo se limitaba a decir, modestamente, unas pocas palabras que sellaba con una amable sonrisa. Cabe señalar que las invitaciones eran muy frecuentes. Tantas buenas palabras generaban, en muchas personas, innúmeras sospechas de que los motivos por los cuales el joven actuaba bien eran: para ser reconocido, engrandecer su ego y, cuando nadie lo sospechase, a todas las personas que en él confiaban las traicionaría con algún fraude económico o alguna cosa por el estilo. Pero para nada albergaba tales intenciones dicho joven. Si pacientemente escuchaba tantos elogios era para que las personas que reconocían lo correcto de sus acciones, se esforzaran en emularlas e inculcarles buenos principios a sus hijos. Aunque en no pocas ocasiones ocurría lo contrario a su deseo, mejor dicho, al deseo de sus educadores.

Un día cualquiera, me parece era un martes, el joven regresaba de un encargo de esos que sólo le podían confiar a él: ir por una fuerte suma de dinero. Abordó el metro en la estación Balderas. Inusualmente ésta se encontraba casi vacía y sin ningún vendedor ambulante. Al entrar al vagón vio muchos lugares vacíos y se dispuso a sentarse en el asiento donde caben dos personas (evidentemente no lo hubiera hecho de haber pocos asientos, pues siempre prefería que otras personas los aprovecharan de mejor manera); él se sentó en el espacio que daba hacia la ventana, de manera que se encontraba, por así decirlo, arrinconado, y se sumió en una actividad que siempre le complacía: la contemplación de las paredes del oscuro túnel. En la siguiente estación un adulto mayor (como él les decía) lo desconcentró, aún más que las luces de los pasillos, cuando se sentó a su lado. Sin embargo, cuando nuevamente el tren se sumergía en el túnel, volvió a observar símbolos y cables a través de la ventana. Aunque esto no duró por mucho tiempo, ya que el señor mayor hizo un ruido que lo despegó de la ventana. Se trataba tan sólo de una bolsa amarilla, de esas que traen una carita feliz estampada. El joven regresó a ver la oscuridad. Pero una imagen lo mantenía impaciente. Aquella bolsa tan amigable parecía tener algo nada inocente. “¿De qué se trataba?” Pensó extrañamente consternado, y no por verse presa de una insulsa curiosidad, sino porque algo excesivamente extraño había reconocido. De repente comenzó a percibir un olor extraño, como humedad mezclada con sudor rancio, agrio. “¿Será el viejo?” se preguntó e inmediatamente se amonestó por su adjetivo recientemente usado. Pero no se atrevía a voltear, ni para comprobar de dónde provenía el olor; su cautela le corroboraba el presentimiento de que algo malo llevaba esa bolsa. Un ligero miedo comenzó a recorrerlo y le hizo lanzar su mirada presurosamente a derecha e izquierda, todavía sin voltear. Reprochándose su cobardía se volvió a ver al señor y a su bolsa. Éste llevaba una gorra roja (regalo de algún partido político en peligro de extinción), ostentaba una cara hinchada (quemada por una larga exposición al sol) en la que destacaba una mirada cansina. Su vestimenta lo delataba como una persona con ingresos insuficientes para conservar el estilo de los señores de su edad, ese marcado por Pedro Infante en sus películas. En la bolsa, que se encontraba recargada en las piernas del señor, estaba efectivamente lo que tanto inquietaba al joven: unos paquetes con polvo blanco, como si tuvieran cal, yeso o… El joven, al notar los apretados paquetes, abrió terriblemente los ojos, cual si lo hubiesen golpeado fuertemente en el estómago, y giró su cabeza nuevamente hacia la ventana, acercándose tanto a ésta que casi la golpea. Se detuvo antes de chocar porque se dijo: “no puedo llamar la atención; se dará cuenta de que algo sé.” Además el metro se había detenido en una estación concurrida y su sorpresa podía llamar la atención de otras personas. “Quizá viste mal; seguramente sí es yeso fino… muy fino.” Mientras se decía esto, giraba tranquilamente la cabeza de un lado a otro del vagón, simulando querer observar el motivo de aquella pausa en el avance del metro. El señor mantenía la vista al frente, con una tranquilidad y paciencia como quien se sabe seguro, lo cual era desesperante para el joven.

Con la desesperación, al joven comenzaron a rebotarle diversos pensamientos. Uno sonaba y resonaba con cierto orden en su cabeza : “si se trata de ese asqueroso polvo, debo hacer algo para que no llegue a su destino y dañe a las personas.” Recordó como su primo, el amigo más cercano de su infancia, pues no tuvo hermanos y los otros niños casi no se le acercaban, se había visto sumido en una terrible adicción, lo mucho que él quiso ayudarle y no pudo, ya que sus consejos eran más débiles que todo lo que se metía su amigo. Recordó, sucesivamente, que sólo una terrible golpiza que recibió su primo por exorbitantes deudas (dejándolo varias semanas en el hospital con la aciaga posibilidad de quedarse paralítico), lo hizo recapacitar sobre su adicción y solicitar ayuda para dejarlo.

“La violencia. La terrible violencia que ha convertido al país en una tumba, donde ya ni siquiera se pueden llorar a los muertos. Tengo que hacerlo; tengo que denunciar a este fétido viejo. Siquiera puedo ayudar a salvar a unos cuantos.” Pensó y paralizó su idea, pues “¿no habría más violencia si denuncio al viejo? Nuevamente contra mi primo, ahora contra mis tíos, incluso contra mi madre.” ¿Él que podía hacer?, ¿qué se podía hacer?, ¿no era mejor callar eternamente? “La culpa es de quien lo dejó pasar. ¿No se percataron del peligroso contenido que cargaba?, ¿no hay policías vigilando los torniquetes?” Quien hubiera visto al joven en ese momento, habría captado una honda preocupación en su semblante, incluso unos ojos vidriosos, a punto de llorar, mas no de tristeza, sino de algo más inquietante. Chirrió la alarma de las puertas, se cerraron y el metro siguió avanzando.

Entonces una chispa iluminó el rostro del joven y casi lo hace reír su nueva idea. “¡claro, no se dieron cuenta de lo que llevaba porque no lleva nada malo!” Se alegró y se repitió una y otra vez la idea, hasta que le pareció absurda. “Muy seguramente sí se fijaron en lo que cargaba y por eso no le dijeron nada.” Mientras se decía esto rodeó con su mirada a las personas que se encontraban en el vagón. Había, aproximadamente, trece personas. Pero todas lucían extrañas, parecían delincuentes. “Son sus cómplices; la mayoría entró junto con él. Si hago algo estúpido me puede ir peor que a mi primo.” En eso el viejo recargó su pie derecho en el asiento que estaba enfrente de él. Se lo sobó y el joven notó que tenía una tremenda mancha roja, como si le hubieran pegado. Una señora, al ver la mancha, soltó unas palabras al viejo:
-Debería usar chanclas, le ayudaran a su circulación.
-No se preocupe, casi ni salgo de mi casa. Además, ni soy diabético. No hay problema. Contestó el señor.
– Pero mi comadre las usa y re bien que le hacen sentirse más a gusto. Me bajo en esta. Hasta luego.
-Ándele, que le vaya bien. Muchas gracias.

La voz del señor también delataba cansancio, y se parecía a la del difunto abuelo del joven. “Tal vez esté muy enfermo el pobre señor y por eso tenga que andar haciendo esos encargos. Tal vez y hasta fue obligado. Por eso hay gente que lo vigila y fue grosero con la señora para no meterla en problemas.” Esta idea le había tranquilizado un poco. Pero también le había preocupado: “pobre señor; también a él. Pobre.” Se percató que ya se había pasado bastantes estaciones y con el tono de las puertas corrió presuroso a bajarse del vagón; pese a su prisa, pidió permiso al señor de manera muy amable; y por lo bajo dijo: “pobre.” Suspiro, traspuso las impacientes puertas de modo aún más impaciente y chocó contra un policía.

Continuará…

Yaddir

Adivinanza (independiente de nuestras circunstancias)

¿Qué soy
si mis ojos no tienen párpados y tampoco tienen pupilas,
si mis oídos encerados apenas escuchan aflicciones,
si mis labios están sellados pero se abren a las mentiras,
si mi nariz únicamente huele humo y podredumbre,
si mis dedos son muy finos pero cubiertos por los callos,
si los campos devoro enteros y abraso tierras con mi aliento,
si mi trono es atalaya de donde avisto a mis vasallos,
si mi sueño es siempre alerta y unas grutas mi memoria,
si tengo yo una patria por cada rencor y cada hombre,
si tengo yo un alcázar por cada patria y cada historia,
si mi armadura está entorchada con honor, fama y venganza,
si soy ladrón de hijos, padres, nombres y sus casas,
y a mis propios los confundo y adormezco su esperanza?

De dormidos y despiertos

De dormidos y despiertos

Entre los sainetes de los propagandistas de la náusea metafísica se encuentra aquella ingeniosa ocurrencia de que el hombre, ese ser consciente, no es más que un sueño de dios. Regularmente esta ocurrencia tiene el efecto de desvalorar la vida, haciéndola una extraña mezcla entre una fantasmagoría fortuita y una imprecisa veleidad. Pensar la propia vida como un sueño ajeno es suponerla una ilusión producida en la incidencia del cansancio y la noche. Pensar la propia vida tan sólo como sueño es suponerla accidentalmente buena; de lo contrario sería pesadilla. La propia vida como sueño ajeno, cuando el otro ajeno es dios, es darnos la importancia suficiente como para ser soñados: la pretensión de ser el sueño significativo de dios tiene el inevitable efecto de dar más importancia a nuestra vida en el intento de restársela. La náusea metafísica siempre es empacho de ideas.

En 1910, el poeta Alfonso Reyes dio la vuelta definitiva al sainete nauseabundo del hombre como sueño de dios. En su poema “El dios dormido” nos presenta a una linda muchacha que arrulla en sus brazos al durmiente dios del amor y a un espectador que se deleita con la escena del amor dormido en las manos de la belleza. Por tres ocasiones el espectador pide sigiloso a la muchacha “cuida no nos oiga Amor, que en sueños oír podría”, para explicar entretanto que despertando el dios del amor mientras él la contempla a ella, todo en su vida se trastocaría, todo en su vida tornaría tormenta del amor. Por tres ocasiones repite el espectador: “cuida no nos oiga Amor, que en sueños oír podría”; en ninguna habla la muchacha (sólo canta). El espectador pide que la linda muchacha siga arrullando en sus brazos al dios del amor para que al seguir dormido nada en su expectativa cambie: si la muchacha hablase, el dios del amor despertaría; si de la contemplación silenciosa la escena en diálogo trocase, el dios del amor todo lo trastocaría. El espectador quiere cuidar su contemplación silenciosa, pues va descubriendo la belleza y cayendo en el amor mientras duerme el mismísimo dios del amor. Por tres ocasiones se repite en el poema: “cuida no nos oiga Amor, que en sueños oír podría”; y el dios del amor, que sonreía, no despierta para mirar a este par de enamorados. Estamos ante un amor en el sueño de dios. El amor que contempla la belleza no requiere los arrebatos del amor para nacer, sino que requiere del delicado arrullo del amor para seguir enamorados, para que siga dormido ese aguerrido niño que es el dios del amor. El amor, en el poema, no es fatalidad, sino fruto riente del celo humano. Alfonso Reyes, durmiendo al dios del amor, nos ofrece la posibilidad del amor que cuida el sueño de dios, del amor por primera vez tan libre que hace de dios un pequeñito al que no se puede más que adorar, y del hombre un cuidadoso adorador al que en el amar le va la vida.

Quizás ese hombre nauseabundo que teme el despertar divino en realidad no teme el término de su existencia, sino que teme que abriendo dios los ojos lo encuentre indigno, no sabiendo amar, no adorando a dios; sin duda será de temer el amor como castigo, pues es la dura lección de quien no quiso aprender el amor como donación. Quizás ese hombre nauseabundo teme más su propio despertar que el divino; quizá no sabe lo que es no dormir por el amor. Quizás el hombre nauseabundo teme la cura del empacho. Dichoso el que sí ama, pues en la cercanía de su amor encuentra a dios entre sus brazos. Dichoso porque sabe que “si abre el Amor los ojos, se nos oscurece el día”.

Námaste Heptákis

Escenas del terruño. 1. ¿Nadie prenderá un foco rojo en Televisa? En muy poco tiempo sus tres conductores principales de noticieros han enfrentado problemas públicos. Primero, una conductora ha sido difamada por supuestas irregularidades entre las actividades profesionales de su hijo y una dependencia federal. En segundo lugar, la diferencia editorial entre Ciro Gómez Leyva y Carlos Loret de Mola en torno a la posible ejecución extrajudicial en Tanhuato ha llevado a Loret al extremo de señalar que con las pruebas que presentará en El Universal al gobierno federal le estallará el caso en las manos, tal como les estalló Tlatlaya (curioso por demás que al círculo rojo no le ha interesado en absoluto la información de Loret, o siquiera la polémica con Ciro). Y en tercer lugar, el ataque de ayer en una mañosa nota de Reforma y en singulares entrevistas en los noticieros de Adriana Pérez Cañedo y Leonardo Curzio contra Joaquín López Dóriga. ¿Nadie defiende de andanadas (para usar un término de Aristegui) a los periodistas de Televisa? Por menos que esto cualquier medio que se tiene por progre hubiese cerrado las calles.
2. Se cumple en mes más que están desaparecidos los normalistas de Ayotzinapa. Ya vamos al año, nos queda un mes para pedir un luto nacional que nos permita conmemorarlo con dignidad. Atención el día 6 de septiembre, que se marcará el tono de los eventos conmemorativos del primer año. El caso no debe ser olvidado.

Coletilla. “¿Que dormimos? Muy bien ¿Que soñamos? Conforme. Pero cabe despertar. Cabe esperanza, dudar en fe”. Antonio Machado

Mal de amores y malos amores

 

Mal de amores y malos amores

 

Con negra llave el aposento frío
de su tiempo abrirá.
¡Desierta cama,
y turbio espejo y corazón vacío!

Antonio Machado

 

Es difícil establecer una discusión sensata cuando la idea máxima de felicidad se dibuja con la sonrisa de la libertad natural, que termina idealmente en el salvajismo civilizado. Se suele decir que contra la omnipotente y evidente naturaleza, nada humano puede oponerse; o, también, que la naturaleza puede, de uno u otro modo, ser domada en pequeños y feroces intentos de sometimiento. Parece, no obstante, que las glorias de observar toda tradición y dogma como convención absolutamente histórica no han rendido los bellos frutos que se prometieron.

Confieso que, a consecuencia de nuestros ideales, la importancia que el divorcio ha tomado en este mundo me parece cada vez más digna de atención. Sé que se me podrá decir que las cifras son alarmantes, pero que sólo hace falta inculcar mayor fortaleza a la institución del matrimonio mediante la demostración de su fundamento político; que, por otro lado, no puede negársele a un matrimonio decadente la oportunidad de aflojar las riendas y volar hacia mejores oportunidades de ser feliz; que, también, hay que soportar mientras el progreso de la civilización nos enseña a vivir con mujeres libres de cadenas y con hombres cada vez más independientes del yugo familiar. Pero creo que ahí está el problema.

¿Cómo pensar que la familia es un yugo sin abandonar la idea que la muestra como naturalmente buena? Lo que callamos nos traiciona. Las fantasías de las mujeres reprimidas y la asunción de la familia como institución reformable van de la mano, pues ambos tienen el paradigma de la convención y no del fuego que enciende las luces de un hogar: el amor. Si idolatramos tanto el peso de la felicidad personal y la libertad del individuo, no veo cómo podamos seguir portando la máscara de la fraternidad. En el mundo en el que una esposa representa servilismo y represión, en vez de amor e inteligencia ordenadora, necesariamente se llega a la conclusión “sana” del divorcio, como parte del acuerdo, secundario frente a nuestra naturaleza solitaria.

En uno de sus libros, Chesterton usa una imagen al respecto de los problemas centrales del hombre moderno, que lo hacen perder el buen curso: el hombre moderno no tiene hogar. Está desposeído por creer, en buena medida, que el paraíso moderno podía hacer individuos felices y de convivencia grata, con los dogmas de la política material y efectiva, con la educación “liberal” y con la reforma de las instituciones antiguas. Una parte fundamental de su extravío es que se ha cegado frente a la importancia verdadera de la familia y el papel del amor en ella, pues no entiende ya la naturaleza genuina de cada uno de sus miembros. La pedagogía educa niños que no reciben el ánimo adecuado hacia el dogma; la política moderna afirma a los hombres como dominantes, no como camaradas, y las fábulas del feminismo ven mujeres alienadas, no familiarmente amorosas. Creemos el cuento de la voluntad y vemos mujeres que hacen lo que no querrían hacer si tuvieran otra opción; le exageramos al berrinche y vemos padres deficientes y egoístas, gracias a la idea de la dominación que parece ínsita en la imagen masculina. Ser una sola carne no implica dominio, sino todo lo contrario: es la renuncia más pura a lo individual. Sin ella, no hay ni comunidades que aspiren a su perfección, ni educación que valga la pena. La falta de hogar remite a esta situación, y a lo que la origina: ya no tenemos la fuerza para defender un verdadero ideal, pues decimos que eso origina incorrecciones políticas.

 Nos olvidamos, claramente, de que la familia no es un choque de poderes. Nos olvidamos, neciamente, de ver el sacrificio benigno y la fe en ella. Ni la reproducción solamente, ni la educación, ni el confort alcanzan a explicar por sí mismos esa maravilla humana. No podemos beber de nuestro llanto si creemos en la fuerza natural del omnipotente amor libre y en el deseo sexual, pues eso no da base alguna para pensarla de manera realmente feliz. Por eso, la revolución del instinto no cuadra con explicación satisfactoria alguna al respecto de esto.

Quizá el divorcio haya evitado el mal fin de muchas familias destinadas al fracaso, podría decirse. ¿Cuándo una familia está destinada al fracaso? Se adivina un círculo. Por eso las separaciones arregladas nos parecen las más de las veces la mejor opción. Al ver el vínculo amoroso tan débil, no debería espantarnos esta exagerada consecuencia. Tal vez empecemos pronto a ver, con piedras jalándonos hacia abajo el ánimo, que en realidad no sabemos hallar un hogar. Y, en dicho extravío, tal vez algún día, al llegar a nuestro lecho errante de hiel, encontremos sólo nuestra propia sombra solitaria, y nos abrigaremos con el frío de nuestro propio eco, retumbando tembloroso en el libre espacio de la más honda y negra noche.

Tacitus