Hace algún tiempo me enteré, casualmente, de la historia de un buen joven; al menos así le decían. El joven fue educado por personas adultas, herederas de las buenas costumbres, aquellas que pretenden fortalecer la buena convivencia en los distintos ámbitos humanos. No le disgustó recibir semejante educación, como fácilmente se podría esperar de una persona que convive con muchos niños inculcados con principios manifiestamente diferentes a los suyos, ni juró vanamente jamás llevarla a cabo una vez estuviera libre; incluso podría decirse que se sentía muy contento cuando actuaba conforme le enseñaron las personas adultas. Él se lo explicaba diciendo que una dulce y tranquila emoción lo embargaba cada vez que actuaba decidiendo con sus tradicionales principios, pues éstos le fueron inculcados con una paciencia y una dulzura constantes. Quizá también le gustaba actuar de esa manera, según investigué, porque en los lugares en los que trabajó (talleres donde se hacían excelentes productos) tenía compañeros guiados por las mismas costumbres que conocía. En pocas palabras, el joven había conocido a muchas personas que el actuar bien les había proporcionado una sólida y tranquila vida.
Por sus juiciosas acciones, el joven era flanco de innumerables elogios; a veces lo invitaban a comer y durante bastantes horas, hasta muy entrada la noche, lo ensalzaban. Él permanecía callado mientras todos le proferían los más altos cumplidos, cuando éstos terminaban él sólo se limitaba a decir, modestamente, unas pocas palabras que sellaba con una amable sonrisa. Cabe señalar que las invitaciones eran muy frecuentes. Tantas buenas palabras generaban, en muchas personas, innúmeras sospechas de que los motivos por los cuales el joven actuaba bien eran: para ser reconocido, engrandecer su ego y, cuando nadie lo sospechase, a todas las personas que en él confiaban las traicionaría con algún fraude económico o alguna cosa por el estilo. Pero para nada albergaba tales intenciones dicho joven. Si pacientemente escuchaba tantos elogios era para que las personas que reconocían lo correcto de sus acciones, se esforzaran en emularlas e inculcarles buenos principios a sus hijos. Aunque en no pocas ocasiones ocurría lo contrario a su deseo, mejor dicho, al deseo de sus educadores.
Un día cualquiera, me parece era un martes, el joven regresaba de un encargo de esos que sólo le podían confiar a él: ir por una fuerte suma de dinero. Abordó el metro en la estación Balderas. Inusualmente ésta se encontraba casi vacía y sin ningún vendedor ambulante. Al entrar al vagón vio muchos lugares vacíos y se dispuso a sentarse en el asiento donde caben dos personas (evidentemente no lo hubiera hecho de haber pocos asientos, pues siempre prefería que otras personas los aprovecharan de mejor manera); él se sentó en el espacio que daba hacia la ventana, de manera que se encontraba, por así decirlo, arrinconado, y se sumió en una actividad que siempre le complacía: la contemplación de las paredes del oscuro túnel. En la siguiente estación un adulto mayor (como él les decía) lo desconcentró, aún más que las luces de los pasillos, cuando se sentó a su lado. Sin embargo, cuando nuevamente el tren se sumergía en el túnel, volvió a observar símbolos y cables a través de la ventana. Aunque esto no duró por mucho tiempo, ya que el señor mayor hizo un ruido que lo despegó de la ventana. Se trataba tan sólo de una bolsa amarilla, de esas que traen una carita feliz estampada. El joven regresó a ver la oscuridad. Pero una imagen lo mantenía impaciente. Aquella bolsa tan amigable parecía tener algo nada inocente. “¿De qué se trataba?” Pensó extrañamente consternado, y no por verse presa de una insulsa curiosidad, sino porque algo excesivamente extraño había reconocido. De repente comenzó a percibir un olor extraño, como humedad mezclada con sudor rancio, agrio. “¿Será el viejo?” se preguntó e inmediatamente se amonestó por su adjetivo recientemente usado. Pero no se atrevía a voltear, ni para comprobar de dónde provenía el olor; su cautela le corroboraba el presentimiento de que algo malo llevaba esa bolsa. Un ligero miedo comenzó a recorrerlo y le hizo lanzar su mirada presurosamente a derecha e izquierda, todavía sin voltear. Reprochándose su cobardía se volvió a ver al señor y a su bolsa. Éste llevaba una gorra roja (regalo de algún partido político en peligro de extinción), ostentaba una cara hinchada (quemada por una larga exposición al sol) en la que destacaba una mirada cansina. Su vestimenta lo delataba como una persona con ingresos insuficientes para conservar el estilo de los señores de su edad, ese marcado por Pedro Infante en sus películas. En la bolsa, que se encontraba recargada en las piernas del señor, estaba efectivamente lo que tanto inquietaba al joven: unos paquetes con polvo blanco, como si tuvieran cal, yeso o… El joven, al notar los apretados paquetes, abrió terriblemente los ojos, cual si lo hubiesen golpeado fuertemente en el estómago, y giró su cabeza nuevamente hacia la ventana, acercándose tanto a ésta que casi la golpea. Se detuvo antes de chocar porque se dijo: “no puedo llamar la atención; se dará cuenta de que algo sé.” Además el metro se había detenido en una estación concurrida y su sorpresa podía llamar la atención de otras personas. “Quizá viste mal; seguramente sí es yeso fino… muy fino.” Mientras se decía esto, giraba tranquilamente la cabeza de un lado a otro del vagón, simulando querer observar el motivo de aquella pausa en el avance del metro. El señor mantenía la vista al frente, con una tranquilidad y paciencia como quien se sabe seguro, lo cual era desesperante para el joven.
Con la desesperación, al joven comenzaron a rebotarle diversos pensamientos. Uno sonaba y resonaba con cierto orden en su cabeza : “si se trata de ese asqueroso polvo, debo hacer algo para que no llegue a su destino y dañe a las personas.” Recordó como su primo, el amigo más cercano de su infancia, pues no tuvo hermanos y los otros niños casi no se le acercaban, se había visto sumido en una terrible adicción, lo mucho que él quiso ayudarle y no pudo, ya que sus consejos eran más débiles que todo lo que se metía su amigo. Recordó, sucesivamente, que sólo una terrible golpiza que recibió su primo por exorbitantes deudas (dejándolo varias semanas en el hospital con la aciaga posibilidad de quedarse paralítico), lo hizo recapacitar sobre su adicción y solicitar ayuda para dejarlo.
“La violencia. La terrible violencia que ha convertido al país en una tumba, donde ya ni siquiera se pueden llorar a los muertos. Tengo que hacerlo; tengo que denunciar a este fétido viejo. Siquiera puedo ayudar a salvar a unos cuantos.” Pensó y paralizó su idea, pues “¿no habría más violencia si denuncio al viejo? Nuevamente contra mi primo, ahora contra mis tíos, incluso contra mi madre.” ¿Él que podía hacer?, ¿qué se podía hacer?, ¿no era mejor callar eternamente? “La culpa es de quien lo dejó pasar. ¿No se percataron del peligroso contenido que cargaba?, ¿no hay policías vigilando los torniquetes?” Quien hubiera visto al joven en ese momento, habría captado una honda preocupación en su semblante, incluso unos ojos vidriosos, a punto de llorar, mas no de tristeza, sino de algo más inquietante. Chirrió la alarma de las puertas, se cerraron y el metro siguió avanzando.
Entonces una chispa iluminó el rostro del joven y casi lo hace reír su nueva idea. “¡claro, no se dieron cuenta de lo que llevaba porque no lleva nada malo!” Se alegró y se repitió una y otra vez la idea, hasta que le pareció absurda. “Muy seguramente sí se fijaron en lo que cargaba y por eso no le dijeron nada.” Mientras se decía esto rodeó con su mirada a las personas que se encontraban en el vagón. Había, aproximadamente, trece personas. Pero todas lucían extrañas, parecían delincuentes. “Son sus cómplices; la mayoría entró junto con él. Si hago algo estúpido me puede ir peor que a mi primo.” En eso el viejo recargó su pie derecho en el asiento que estaba enfrente de él. Se lo sobó y el joven notó que tenía una tremenda mancha roja, como si le hubieran pegado. Una señora, al ver la mancha, soltó unas palabras al viejo:
-Debería usar chanclas, le ayudaran a su circulación.
-No se preocupe, casi ni salgo de mi casa. Además, ni soy diabético. No hay problema. Contestó el señor.
– Pero mi comadre las usa y re bien que le hacen sentirse más a gusto. Me bajo en esta. Hasta luego.
-Ándele, que le vaya bien. Muchas gracias.
La voz del señor también delataba cansancio, y se parecía a la del difunto abuelo del joven. “Tal vez esté muy enfermo el pobre señor y por eso tenga que andar haciendo esos encargos. Tal vez y hasta fue obligado. Por eso hay gente que lo vigila y fue grosero con la señora para no meterla en problemas.” Esta idea le había tranquilizado un poco. Pero también le había preocupado: “pobre señor; también a él. Pobre.” Se percató que ya se había pasado bastantes estaciones y con el tono de las puertas corrió presuroso a bajarse del vagón; pese a su prisa, pidió permiso al señor de manera muy amable; y por lo bajo dijo: “pobre.” Suspiro, traspuso las impacientes puertas de modo aún más impaciente y chocó contra un policía.
Continuará…
Yaddir
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