Las uvas de los muertos
Entre los rubicundos escozores de nuestras mejillas se delata nuestro particular modo de beber vino. Entre las categorías del abstemio y del exceso, se derraman las loas de la salud, del cuerpo, y la teoría de las dependencias destructivas. Gozamos de exagerar el elemento irracional del vino, y los transformamos en máscara filosófica de nuestra sinvergüenza bohemia; lo transmutamos en sustancia tóxica, y en eso se diluye nuestra alegría en pequeños ríos de sangre y jugo. Lo cierto es que el vino perdió para nosotros todo valor genuinamente humano o incluso misterioso, y fue porque nosotros lo hemos querido así.
En una de las imágenes más intrigantes y enigmáticas de los Diálogos, se recuerda a Sócrates como saliendo ileso de los efectos de la bebida, después de haber compartido con los comensales un día de discursos. Sócrates puede ser el único cuerdo entre sus compatriotas, y ser el héroe que surge victorioso por entre las aguas de Dioniso. El filósofo soporta descomunalmente el vino porque nada puede turbar su razón. En esta versión, Sócrates es el Aquiles de la razón, de la razón moderna.
El evangelio relata cristalinamente el pasaje de las bodas en Galilea. En él, Jesús transforma el agua en el vino que hacía falta para seguir la celebración; se especifica que sólo él guarda el mejor vino para el último momento, a diferencia de otros. Ese fue, según se cuenta, el primer milagro realizado por Cristo. Siguiendo la lógica moderna, supongo que Jesús tendría que ser, en este caso, el hombre bonachón que no permite que la falta de vino sea un obstáculo para seguir la fiesta. Jesús muestra su misericordia y su caridad en una obra sencilla de simpatía; el milagro puede ignorarse, u omitirse.
Después de la furia romántica, Nietzsche aprovecha para burlarse de más de uno de nosotros. La imagen magnética del hombre dionisíaco se antoja como el idilio transgresor del “espíritu de la música”. El resultado de la añoranza de lo dionisíaco, de aquella disolución de lo individual, sirve muy bien de pretexto para el establecimiento de una vida regida por la disolución, por creer que es ese el modo perfecto de consumir fatuamente la vida, o de denostar el bienestar burgués. Pero hay mucho de problema con la perversión de esta imagen, hecha por el esteta dionisíaco: que su tragedia ha perdido la causa, pues su fantasía pagana ya no tiene dioses. El vino que servía como elemento necesario en el sacramento de Dionisio ya no tiene olor; la negrura del elogio que Nietzsche hace de la tragedia ante el racionalismo socrático mediante Dioniso se pervierte con la simple comodidad del inconformismo o del nihilismo moderno.
Nuestra relación con lo festivo y lo alegre del vino tiene en realidad la siguiente función: el de servir de anestésico para las penas de nuestra senescente adolescencia. Creo que no hace falta ser demasiado circunspecto para notar que nuestras tertulias, que dicen utilizar el vino como catalizador de la amistad y la convivencia de los dogmas, no son más que la máscara de lo triste que es nuestra visión del amigo. Es falso que sólo en el exceso balsámico uno sea más fraternal y sincero: si es así, vivimos entre canallas. En la defensa del exceso perdemos el verdadero placer del vino en la alegría de una celebración: que él no es necesario para ser feliz. Nuestras fiestas no entienden el placer del vino porque él se ha convertido en la señal de que ya no hay motivo alguno para celebrar.
Entender a Sócrates como el héroe de la razón ante el vino puede tener parentesco con esto. Los detractores del vino en favor del sentido común y la salud pueden sacar un ejemplo fácilmente de esa imagen misteriosa del filósofo. En ese caso, sólo negamos el hecho de que Sócrates bebió en una reunión en donde se habló del tema que le era propio: Eros. Los admiradores de lo racional y del bienestar pierden de vista que no es principalmente el vino lo que derrumba la inteligencia, sino que hasta puede servir como vinculo fogoso de la discusión; sin caer, en esto último, en las ridiculeces del que quiere discusión y amistad en el vino al tiempo que cree que nada vale la pena. En el caso del milagro que transmuta el agua en vino, se agrava nuestra distancia en relación con el relato. ¿Qué importancia puede tener que sea ese el primer milagro realizado por Jesús? Quizás ese buen vino que Jesús otorga a los esponsales esté vinculado con su buena nueva. Tal vez si Jesús permite que la celebración de la boda continúe es porque en él se haya la verdadera alegría, implicada en el milagro y en el misterio de su encarnación. Tal vez él venga a decirles tanto a los racionalistas de la medida como a los falsos paganos que en el vino, que también representa un sacramento, se celebra que todo vale la pena.
Tacitus