Siendo un músico aficionado, he participado muchas veces en conversaciones que tratan de concluir qué es la música. No todas son muy enfocadas, pero generalmente tienden a buscar algún criterio para distinguir la buena música de la mala. Hay dos posiciones muy recurridas. Desde la primera se defiende que escuchar música constituye una experiencia «subjetiva» que debe determinar cada quien según su gusto. De allí, se dice, viene la dificultad de ponerse de acuerdo sobre qué es bueno y qué es malo escuchar, pues en realidad es bueno lo que plazca y malo lo que desagrade, y eso es exclusivo de cada persona. Desde la segunda posición (y ésta suelen encarnarla los músicos que estudian la teoría), se arguye que determinar qué es la música es un trabajo «objetivo». Éste consiste en cotejar alguna pieza o género particular según la definición que tenemos de música, misma que puede variar dependiendo de la época musical a la que nos atengamos. Aquí, el gusto o disgusto es cosa aparte, que puede sentirse tanto por la música que quepa en tal acotación, cuanto por toda la pseudomúsica que se queda fuera, pero no es fundamental para conocer qué es y qué no es. Por supuesto que en estas caracterizaciones tan amplias caben muchos asegunes, pero en mi experiencia es lo más corriente que las opiniones se encaucen por alguna de estas asunciones. Cuando no llegan a estar conformes los unos con los otros, resulta que la música sólo puede ser ora la experiencia individual de las emociones y los sentimientos (incluido el gusto por el baile, por supuesto), ora el resultado de la técnica específica de un arte productivo de obras sonoras que se acoplan a tales o cuales características reconocibles por cualquiera que estudie qué signos buscar.
Hay más personas que escuchan música sin estudiarla que personas que hacen ambas (y supongo que aún menos que la estudien sin escucharla). Por la causa que sea, parece ser mucho más popular el partido de la subjetividad que el de la objetividad. Supongamos la versión más cordial de la discusión, en la que se dan multitud de concesiones de los dos lados y al final los dos quedan más o menos contentos: dado ese portento, la conclusión es que las definiciones de música son útiles para los estudiosos, pero no influyen en la experiencia musical más allá que para contribuir a la atención de algunos detalles; ésta, la experiencia individual, es la realmente importante para determinar la naturaleza de nuestros juicios acerca de la música. Sin atender lo que una escuela diría que debe ser, más bien preferimos la música atendiendo a qué nos «mueve», a qué nos «llega», a qué sentimos cuando escuchamos lo que sea que escuchamos. Así sería posible que lo objetivo en la música tuviera su lugar, y lo subjetivo el suyo, y que el musicólogo que por una parte sabe que Bach es el paradigma de la música por su insuperable complejidad en la expresión de la proporción audible, sea el mismo que por otra parte se siente conmovido hasta las lágrimas escuchando a José Alfredo Jiménez. Resulta entonces que están divorciadas la parte de nosotros que podría conocer y explicar el orden en el arte de la música (y éste es el que suele abogar por la técnica, el mal llamado ‹virtuosismo›, o la maestría en la composición) y la parte emocional que es cimbrada por el sentimiento y que nos encanta o repugna, independientemente de si queremos que lo haga o no.
Todo eso ocurre si la pregunta por la música es una cuestión de sujetos y objetos. Pienso que una discusión más interesante comenzaría por poner en duda que nuestra experiencia de la música (y de la belleza, en general) está bien descrita así, con la separación de algo que llamamos subjetivo y algo que llamamos objetivo. El primer problema que se me ocurre de tomarse muy en serio esta separación es que lo completamente subjetivo no sería comunicable, mi tristeza y la tristeza de otro sólo serían la misma cosa si hubiera un orden que admitiera ser visto por varios, y eso la haría sospechosamente común. El segundo, que viene del otro lado, es que lo completamente objetivo de las definiciones musicales sería arbitrario (o histórico), podría crearse cualquier sistema de características de lo audible para encajar con cualquier cosa sonora, y eso haría de la «música» una ocurrencia sospechosamente sin sentido. Otro problema grave es que parece imposible explicar que sintamos la música y hablemos de ella; imposible mientras partamos de la idea de que son cosas esencialmente distintas la parte de nosotros que siente la música y la parte que la entiende. ¿Dónde estaría la unión?
Me parece más sensible una salida poco popular: los juicios sobre la música son juicios de autoridad. La mayoría de nosotros estima lo que piensa de la música como se estima una opinión que se tiene por verdadera. Esto es verdad incluso cuando se debate con las asunciones anteriores. Sin embargo, las opiniones suelen estar en esa parte de la vida humana que se discute muchísimo, porque admitimos que algunas opiniones son mejores que otras, y de la mayoría de éstas no damos demostraciones apodícticas, claras y distintas. Los partidismos que pintan un mundo de sujetos reactivos al objeto musical, falsean lo que parecería ser muy claro: reconocer algo mejor y algo peor nos viene más fácilmente que declarar en seco la verdad. Los extremos a los que nos hemos acostumbrado por una confusión de nuestra experiencia, parecerían demandar de nosotros criterios para preferir lo que preferimos y juzgar lo que juzgamos, como si no hubiera verdad más allá de la que obtendremos cuando lleguemos a la definición. Por eso ocurre en nuestra situación que, si no llega uno a la definición de la belleza en la música, de pronto afirma que es plenamente relativa; o por el otro lado, buscando tal definición se asume como quien tiene el deber de sentar la última palabra sobre qué cosas en qué circunstancias fueron, son y serán bella música. Pero nunca es así nuestra discusión seria de la música que apreciamos. Lo que escuchamos y lo que hablamos de lo escuchado están rodeados de una tensión constante entre la confianza de que quien escucha lo mismo puede contemplar lo que expresamos, y el deseo de mostrar que lo que creemos mejor es mejor. La mayoría de las veces lo más que podemos hacer es apuntar a los extremos y juzgar desde ahí, como al decir de una horrenda canción: «esto es nefasto: escúchalo, es obvio que es nefasto». Que no todos concuerden con nosotros no refuta nuestra opinión, así como la multitudinaria aceptación de algo que nos parece inadmisible no reafirma la contraria. Como lo que tenemos casi todos son opiniones, confiamos en que las opiniones mejores pertenecen a los que juzgan mejor (aunque no sea raro que nos creamos los mejores jueces ingenuamente).
Por más desentendidos que estemos de lo que escuchamos, es muy raro pensar que al hacerlo estamos exentos de juicios, e igual de raro pensar que es posible juzgar sin afirmar algo sobre lo preferible. De allí que podamos imaginar sin problema que alguna pieza musical es mejor que otra. Esto no es poca cosa. Si no pudiéramos juzgar lo escuchado, sería imposible ser educado en la música. En el mundo musical objetivo o subjetivo, no puede existir la educación musical porque allí se entiende a la definición como arbitraria y al gusto como relativo. Tal vez habría aprendizaje de las notas y las técnicas, pero no una educación de la sensibilidad a la belleza. Uno puede demostrar matemáticamente que una proporción existe, pero es imposible demostrar que la proporción es bella. Hay saber en la música, uno que va más allá de la técnica de composición, de la teoría matemática de combinaciones de tiempos, modos, y harmonías, más allá de la historia de los métodos peculiares a épocas y lugares; pero este saber pertenece a alguien que es autoridad, que tiene una opinión que merece ser escuchada con atención y cuidado, y que cuesta trabajo encontrar porque estamos a la mitad del camino entre reconocernos capaces de contemplar la belleza, e incapaces de decir qué es lo que hace que eso que vemos sea bello. Nuestro pesar es que esta época que vivimos es soberbia y comodona, y en ella, mucho más fácil que admitir la autoridad y esforzarnos por mejorar nuestros propios juicios, es aceptar que todos tienen la razón al mismo tiempo, y que aun si la razón la tienen sólo los expertos, de todas maneras estamos más contentos con nuestros propios sentimientos porque a nadie le interesa la razón.