Mal de amores y malos amores
Con negra llave el aposento frío
de su tiempo abrirá.
¡Desierta cama,
y turbio espejo y corazón vacío!
Antonio Machado
Es difícil establecer una discusión sensata cuando la idea máxima de felicidad se dibuja con la sonrisa de la libertad natural, que termina idealmente en el salvajismo civilizado. Se suele decir que contra la omnipotente y evidente naturaleza, nada humano puede oponerse; o, también, que la naturaleza puede, de uno u otro modo, ser domada en pequeños y feroces intentos de sometimiento. Parece, no obstante, que las glorias de observar toda tradición y dogma como convención absolutamente histórica no han rendido los bellos frutos que se prometieron.
Confieso que, a consecuencia de nuestros ideales, la importancia que el divorcio ha tomado en este mundo me parece cada vez más digna de atención. Sé que se me podrá decir que las cifras son alarmantes, pero que sólo hace falta inculcar mayor fortaleza a la institución del matrimonio mediante la demostración de su fundamento político; que, por otro lado, no puede negársele a un matrimonio decadente la oportunidad de aflojar las riendas y volar hacia mejores oportunidades de ser feliz; que, también, hay que soportar mientras el progreso de la civilización nos enseña a vivir con mujeres libres de cadenas y con hombres cada vez más independientes del yugo familiar. Pero creo que ahí está el problema.
¿Cómo pensar que la familia es un yugo sin abandonar la idea que la muestra como naturalmente buena? Lo que callamos nos traiciona. Las fantasías de las mujeres reprimidas y la asunción de la familia como institución reformable van de la mano, pues ambos tienen el paradigma de la convención y no del fuego que enciende las luces de un hogar: el amor. Si idolatramos tanto el peso de la felicidad personal y la libertad del individuo, no veo cómo podamos seguir portando la máscara de la fraternidad. En el mundo en el que una esposa representa servilismo y represión, en vez de amor e inteligencia ordenadora, necesariamente se llega a la conclusión “sana” del divorcio, como parte del acuerdo, secundario frente a nuestra naturaleza solitaria.
En uno de sus libros, Chesterton usa una imagen al respecto de los problemas centrales del hombre moderno, que lo hacen perder el buen curso: el hombre moderno no tiene hogar. Está desposeído por creer, en buena medida, que el paraíso moderno podía hacer individuos felices y de convivencia grata, con los dogmas de la política material y efectiva, con la educación “liberal” y con la reforma de las instituciones antiguas. Una parte fundamental de su extravío es que se ha cegado frente a la importancia verdadera de la familia y el papel del amor en ella, pues no entiende ya la naturaleza genuina de cada uno de sus miembros. La pedagogía educa niños que no reciben el ánimo adecuado hacia el dogma; la política moderna afirma a los hombres como dominantes, no como camaradas, y las fábulas del feminismo ven mujeres alienadas, no familiarmente amorosas. Creemos el cuento de la voluntad y vemos mujeres que hacen lo que no querrían hacer si tuvieran otra opción; le exageramos al berrinche y vemos padres deficientes y egoístas, gracias a la idea de la dominación que parece ínsita en la imagen masculina. Ser una sola carne no implica dominio, sino todo lo contrario: es la renuncia más pura a lo individual. Sin ella, no hay ni comunidades que aspiren a su perfección, ni educación que valga la pena. La falta de hogar remite a esta situación, y a lo que la origina: ya no tenemos la fuerza para defender un verdadero ideal, pues decimos que eso origina incorrecciones políticas.
Nos olvidamos, claramente, de que la familia no es un choque de poderes. Nos olvidamos, neciamente, de ver el sacrificio benigno y la fe en ella. Ni la reproducción solamente, ni la educación, ni el confort alcanzan a explicar por sí mismos esa maravilla humana. No podemos beber de nuestro llanto si creemos en la fuerza natural del omnipotente amor libre y en el deseo sexual, pues eso no da base alguna para pensarla de manera realmente feliz. Por eso, la revolución del instinto no cuadra con explicación satisfactoria alguna al respecto de esto.
Quizá el divorcio haya evitado el mal fin de muchas familias destinadas al fracaso, podría decirse. ¿Cuándo una familia está destinada al fracaso? Se adivina un círculo. Por eso las separaciones arregladas nos parecen las más de las veces la mejor opción. Al ver el vínculo amoroso tan débil, no debería espantarnos esta exagerada consecuencia. Tal vez empecemos pronto a ver, con piedras jalándonos hacia abajo el ánimo, que en realidad no sabemos hallar un hogar. Y, en dicho extravío, tal vez algún día, al llegar a nuestro lecho errante de hiel, encontremos sólo nuestra propia sombra solitaria, y nos abrigaremos con el frío de nuestro propio eco, retumbando tembloroso en el libre espacio de la más honda y negra noche.
Tacitus