Invasión a Guatemala

Dormir sobre una bomba no puede ser tan malo. Lo peor ya había sucedido y el soldado Pérez, después de dos horas con dieciséis minutos de mantenerse estático en aquél páramo desierto no podía explicarse cómo había llegado hasta ahí, o peor aún, cómo había sido tan imbécil y había soltado el radio transmisor por el incontrolable temblor de sus manos. Se repetía una y otra vez que había sido entrenado para superar el miedo en situaciones como éstas, bueno, tal vez no tan extremas, pero el continuo abuso físico que recibió en el ejército, las innumerables horas que pasó en el campo de batalla limpiando caminos de restos humanos como si fueran hojas en otoño, le hacían imaginar que estaba preparado para cualquier contingente. Se equivocaba, Dios sabe que no estaba listo para esto.

Era verdad, no tenía miedo a la muerte, para él, no era muy diferente a pestañear. El tiempo vuela cuando se está inconsciente y seguro rebasa los límites de la velocidad cuando se está muerto. En cambio, cuando uno tiene todos los sentidos al máximo y cualquier error, descuido o distracción hace la diferencia entre matar o ser devorado, vaya que pasa lento el tiempo. Es una carga más pesada que cualquier compañero mutilado, más agotadora que los días que ya llevaba sin agua andando antes de pisar donde no debía. El estrés de saber que debía entrar en un estado tan preciso, tan perfecto, le causaba grandes dolores de cabeza incluso antes de ser enviado a cualquier misión. Sabía, además, que su escuadrón de infantería era tan desechable como los pelos de un gato. ¿Qué más da si moría allí, parado a la mitad de la nada y sin oportunidad de pedir ayuda? Él estaba preparado para morir, lo que lo aterraba de verdad, era salir vivo de su situación. Tal vez corriera con suerte, tal vez le amputara los pies la explosión y el calor de la descarga de metralla cauterizara las heridas, de ese modo no tendría que padecer la pena de desangrarse como si fuera un cerdo. Él sabía lo que podía pasar y por más que lo intentaba, no lograba encontrar un desenlace que le pareciera aceptable, o que al menos lo eximiera de que algún imbécil soldado raso dijera “murió por pendejo” cuando sus compañeros contaran su historia. El creer que de algún modo, pudo haberse evitado llegar hasta ahí, como si sus pasos no fueran guiados por la tinta que escribe el porvenir de todos los hombres en el libro del destino, como si de algún modo, ese estado de alerta que tanto le pesaba, le hubiera podido servir para penetrar las piedras, la tierra misma y mirar de frente la sonriente cara de la muerte que se ocultaba allí en silencio esperando por él. Seguro eso era lo que más le incomodaba, que después de haber sobrevivido a la guerra entera, de haber sometido al ejercito contrario y conseguir su vergonzosa rendición en términos por demás denigrantes, él no pudiera llegar a casa, volver a someter a alguien más, regresar al entrenamiento diario (incompleto en el mejor de los casos). ¡Cómo pudo haber sido tan estúpido! En situaciones así, resulta absurdo hacerse preguntas por el estilo, sin embargo, uno no puede evitarlo. Se busca entender el mudo azar y descifrarlo en su engorroso dialecto, ¿para qué? Eso no le quitaría la fatiga de sus párpados, ni detendría al sol, que a diferencia de él, nunca mostraba la más mínima gota de cansancio, de hartazgo o desesperación. ¿Por qué se desgastaba con esos pensamientos? Su suerte no iba a cambiar, los dados de su destino seguían en el aire, pero no había posibilidad de que ganara. La noche estaba por caer y sabía que el sueño no cedería terreno.