Llanto en silencio

Para ti que estás muy triste.

Entonces a Jesús se le arrasaron los ojos en lágrimas.

Jn. 11,35

Ante la muerte del amigo se imponen el dolor y el llanto en silencio, ninguna palabra basta para recibir o dar consuelo. Nos hundimos con él en su sepulcro dejando al sol sin brillo, al sonido sin oído, y al tacto, al gusto y al olfato en el olvido.

Tal pareciera que la soledad nos sobrecoge, nada basta, nada llena; el lugar en donde estaba el ser querido aparece a nuestros ojos yertos como un sitio vacío. Somos muertos y como tales nos secamos bajo el peso de una roca. Nos hemos ido y como ausentes no escuchamos sino llanto, nuestro llanto que grita y nos ahoga.

La esperanza parece haber huido, la paz junto con ella se ha perdido. Sin embargo, la cueva en la que nos hemos sepultado deja pasar la voz de un ser también muy querido, de alguien que llora por nosotros como nosotros lloramos por nuestro amigo: es la voz de quien dijo «¡Lázaro, sal fuera!», es la voz de quien sabe nuestro nombre y con su dulce mirada comprende nuestro dolor y nuestros olvidos. Es Jesús que se siente conmovido ante nuestro llanto, es el amigo que nos consuela y nos libera del sepulcro y de las ataduras que la tristeza nos puso en los pies y en las manos.

Maigo.

Silencio

Tal vez sea cosa del diablo, y como tal, esté yo faltando al respeto a la sagrada palabra de Dios. No es mi culpa, yo no lo inventé, ni siquiera lo escribí; sin embargo, pareciera que fue verdad: en la Tierra hubo un tiempo de dinosaurios.

Leía hace unos días una entrada en Reddit, el mejor lugar para llenarse de datos curiosos, en un subforo cuyo chiste es explicarte cosas de un modo muy simple esperando que las entiendas. La pregunta era sobre por qué si los hombres ahora Homo Sapiens (Homo Videns como nos dicen en estos tiempos los ciegos mercadólogos que se quieren sentir bien evolucionados), ahora no quedan rastros de australopitecos en la tierra (o como diría el Niño Predicador, ¿por qué el mono y la mona siguen haciendo monitos?). Las respuestas eran bien variadas, pero en general seguían la misma línea que era una mamada así como que si existen pero evolucionados, ¡dah!. Uno de los ejemplos era que no había dinosaurios, pero había un montón de aves, que se supone son sus descendientes directos. El comentario decía algo así como “Los hombres llevan solo unos cuantos años sobre la tierra, mientras que los dinosaurios la habitaron miles de millones, y ahora seguimos teniendo aves”. La idea que les vengo presentando hoy, señor, señora, señorita, caballero, damita; parte de que esta premisa es cierta.

¿Qué chingados con los dinosaurios? Tenemos nosotros una larga tradición del arte de la medicina, otra igual sino es que más extensa, es la del arte de la política que a diferencia de la otra, Zeus la repartió por igual a todos los seres humanos para que no se comieran sus manitas entre sí. Tenemos además, las técnicas de la caza y de la siembra, de la cocina, de la ropa, de la vivienda y de la economía. Sí es cierto que habitamos bien el planeta, vivimos con lujos y comodidades, pero también, al mismo tiempo, tenemos bien claro el gobierno tiránico siempre presente de la Muerte. ¿Qué quiero decir con esto? Sencillo, tenemos menos años que los dinosaurios habitando el mundo, tenemos maravillas tecnológicas y conocimientos invaluables que podemos presumir nos ayudan (sino es que fundamentan) a mantenernos vivos como especie. ¿Cómo chingados le hicieron los Dinosaurios para vivir tanto?

No es una pregunta sencilla de responder, yo solo vengo a plantear el problema, porque, pos es lo que más me gusta hacer en el mundo. Nosotros, (bueno los médicos) conocen el arte de la curación porque se fue heredando mediante la palabra, del mismo modo todas las artes. Sabemos que con la medicina y sus alcances, el hombre ha llegado a aumentar su longitud de vida de unos veinte o treinta años a casi el doble en promedio, además de que ha logrado contener algunos virus mortales que podrían acabar con toda la especie. Los dinosaurios no tenían doctores, no tenían medicinas, no tenían vacunas, no tenían fuego para esterilizar comida o heridas. La edad promedio de vida de los dinosaurios pudo haber sido de cinco años, a falta de medicina. ¿Entonces cómo le hacían? ¿Eran muchos como los chinos? Porque hasta donde nos cuentan los cuentos, tuvo que llegar la Ira de Dios en forma de meteorito para acabar con todos. Siguiendo este camino, hasta donde yo sé (pero no sé nada sobre dinosaurios, los imagino comunes y abundantes como perros o gatos) no se agrupaban en manadas, ni tenían algún primitivo esquema político (como los lobos, los simios, o las mujeres), por lo que el regalo de Zeus, no les fue dado por igual, como a nosotros. ¿Cómo chingados fue que no se comieron unos a otros y acabaron con ellos mismos? ¿Es que acaso estos animales reptilianos tenían más moral que nosotros? Vaya, uno de los peligros que corre el hombre y que lo pone en riesgo de extinguirse, es que nos acabemos los unos a los otros. En teoría, la moral se ocupa con loable diligencia de impedírnoslo. Los Dinosaurios no tenían moral, no tenían justicia, no tenían medicina, no tenían una dieta balanceada, vivían y morían sin sentido como las moscas. Los dinosaurios pudieron no haber tenido guerras, no haber construido casitas para vivir, pudieron haber muerto como si fueran pararrayos vivientes por millares, pudieron atascarse en el lodo, o en un derrumbe o en una caverna o morir de hambre por quebrarse una piernita al andar. En aquellos tiempos el azar parece tener una fuerza inigualable, casi casi piadosa. Sin embargo, habitaron la tierra tres mil millones de años. Eso es lo que cuenta, ¿no?

Sí, bien por ellos, mamá Naturaleza debió haberlos querido mucho, y debió haberlos dotado de un montón de beneficios para que pudieran sobrevivir con un chingo de esfuerzo, pero sin el arte que nos sirve ahora a nosotros (y a las mascotas que tienen algunos). Me conmueve imaginar a un dinosaurio atascado en lodo chillando y retorciéndose como las arañas después de saborear con sus colmillitos un chanclazo letal, sí, pobrecitos ellos y las arañas, que mueren todo el tiempo sin que nadie les llore o se preocupe por guardarles luto o presentar respeto a su cuerpo. Lo que me parece insoportable de esa situación, es que pudieran sobrevivir tanto tiempo en silencio. Trescientos mil millones de años habitando la tierra y no pudieron comunicarse, no dejaron legado, no vieron a futuro, no trazaron planes de vida ni sufrieron por amores, no se preocuparon por sus hijos ni guardaron luto, no adornaron su cuerpo, no cultivaron lujos ni tradiciones, no bailaron, no entonaron alabanzas ni rezaron ninguna oración, no se encomendaron al niño Jesús ni juraron por el Perro, no marcharon de regreso a casa, no enterraron a sus muertos, no cantaron canciones a los victoriosos, no se mintieron diciéndose que el día de mañana sería mejor, no se entusiasmaron ni se desilusionaron, no tuvieron metas qué alcanzar, no quisieron. Pasaron tres billones de años habitando en la tierra en el más disciplinado y devoto silencio, como si fuera el más terrible de los castigos divinos, desconocieron la compasión y el amor. Tres mil billones de años habitando la tierra, todos desperdiciados.

Viviendo después de la tragedia

Sería ingenuo creer que a un año de los hechos lamentables de Guerrero no ocurriera ninguna reacción por parte de los mexicanos. En mi universidad, por ejemplo, distintos grupos estudiantiles se prepararon para conmemorar de algún modo el crimen cometido aquella noche en Iguala. Un par de ellos decidió organizar un foro donde varias personas hablaran acerca de la violencia sufrida en México, sea cual fuere su manifestación. Entre esas personas podíamos encontrar a una agraviada por el presunto feminicidio de su hija, a un académico dirigente de uno de los grupos organizadores y por último a una militante de las fuerzas feministas. Para el despistado(a) el evento parecía únicamente poner sobre la mesa el problema de los homicidios cometidos a las mujeres, sin embargo uno debía poner atención en que tal hecho era sólo una cara de la misma moneda. Los normalistas de Ayotzinapa muertos y las víctimas de feminicidio muertas siguen siendo muertos.

Mientras caminaba y dejaba atrás el anuncio del evento, iba pensando y recordando cómo hemos recibido la noticia del crimen mencionado. Nadie puede afirmar que después de ese septiembre negro las noticias hayan brillado por su ausencia. Entre posibles hipótesis y descubrimientos, no se acaba por esclarecer el caso. Todavía aquella noche trágica permanece en las tinieblas intimidantes. Algunos no han soportado encontrarse en un callejón sin salida y terminaron por hartarse, sólo resta renunciar porque no hay nada qué hacer. Ningún clamor suficientemente alto podrá traer nuevamente a la vida a los estudiantes. Por otro lado, a unos ya no les cabe tanto la indignación en el cuerpo que se han visto incitados a salir a las calles o desbordar en gritos de reclamos al presidente.

Siendo sincero, en cuanto a mí sólo una cosa me aqueja realmente. Desde antes de lo ocurrido en Iguala ya me sentía indignado por la violencia desbordante en el país y por las víctimas resultantes del torbellino. No obstante, lo sucedido con los normalistas de Ayotzinapa hace presión en la herida nacional. Las diferentes historias en torno a las familias de los normalistas son el ejemplo de ello. Hace poco, leyendo el periódico, me enteré de un padre que esperaba aún a su hijo posterior a su desaparición. En un rinconcito de la Escuela Normal se acomodaba para esperarlo, confiaba que regresaría. Ni siquiera estuvo enterado cuando, junto con otros padres, arribaron a la capital para protestar por la desaparición colectiva. Su error era no saber español. Al terminar de leer no podía siquiera imaginar el dolor que sufriría el hombre al enterarse del paradero de su hijo, al escuchar que nadie sabía dónde estaba. Mi máxima frustración no proviene tanto de que el gobierno no haga su trabajo o que se busque la última viga en pie en el derrumbe, sino que me siento incapaz de comprender a las víctimas. Siento como si viviera demasiado amaestrado o cómodo para experimentar su dolor.

En la situación anterior creo que se encuentran muchos mexicanos, pese a que se asuman como indignados o conscientes de una realidad política. Incluso algunos se han entumecido tanto que se acercan a la entereza robusta de un verdugo, con simplicidad y frialdad juzgan que los normalistas fueron merecedores de su desenlace. Los cuarenta y tres cadáveres han sido la consecuencia de sus acciones nefastas, mismas que han sembrado caos en las calles de Guerrero y fueron capaces de cobrar la vida de un gasolinero. La ley de la guillotina: cabeza por crimen.

Parecería entonces que el contacto real con las víctimas residiría en luchar hombro a hombro con ellos y unirnos a su grito de justicia. En este sentido varios deciden asumir su papel como peleador social por la causa, a pesar de que los padres de los muchachos no sientan tanta comodidad con el apoyo. Muchos de ellos proclaman que ni perdón ni olvido en torno a Ayotzinapa. Creo que tiene razón en alguna medida. Un hecho atroz como el de los normalistas no debe abandonarse, por respeto a las víctimas y por lo grave del hecho. Por lo mismo tampoco debe tomarse como bandera de un movimiento social o político, llámese feminismo o socialismo, sería otra manera de prescindir de él. Sin embargo, ¿es posible que haya perdón en medio de esta tragedia? ¿No será lo que nos salva de ella y capaces de soportar este dolor casi inaprensible? ¿Ayudaría a cicatrizar esta herida que parece insanable?

Bocadillo de la plaza pública. Siempre que acontece un suceso lleno de morbo y atrevimiento, es interesante imaginar las opiniones de los puristas. En un principio yo creí que el regreso de Big Brother pasaría desapercibido, en algún sentido veo que no me equivoqué. Supongo que los productores esperaban aprovecharse de nuestro gusto por el espectáculo y la bulla. En la semana un amigo nos comentó a otros acerca de un artículo de Álvaro Cueva donde mencionaba que el sensacionalismo ya no tiene el mismo efecto después de los videoescándalos, cualquiera podría grabarse y superar en impudicias a los confinados en aquella casa. A partir de ahí, ¿no sería actitud de refinadito remilgoso asquearnos ante productos televisivos como el anterior? Lo sería si desatendemos que lo reflejado en el programa es un problema, uno que ocurre en la vida diaria. Aún creo que no todos los hombres son cochinitos que disfrazan su naturaleza con vestimentas costosas. Esas personas que parecen producirnos repugnancia son una versión probable de nosotros mismos, una que debemos aceptar que prolifera con rapidez. En estos últimos años el ocio lleno de diversión se ha vuelto atractivo para las nuevas generaciones. Sería un error evadir esta realidad, aunque sería cinismo si olvidamos la preocupación moral por el vicio. Sólo así podríamos preocuparnos por que nuestros niños tengan afición por los reality shows, entendiendo que el problema va más allá de la televisión.

Fe de erratas. En la anterior publicación hubo un acento ausente: El muchacho no sabía qué sentía… Pido una disculpa a mis lectores.

En el mar no hay caminos, sino imagen de algo más alto

En el mar no hay caminos, sino imagen de algo más alto

La noche era tibia como el suave abrazo de la vida, y el mar salpicaba los costados de la nave, de tal manera que su beso se reventaba en millones de susurros. El marinero (hombre que lo arriesga todo), timón en mano, agradecía sonriendo la claridad de la noche. Sus ropas, algo viejas y enmudecido su brillo por el arduo trabajo, volvían a iluminarse con el color de la plata nocturnal. Sus manos, su cara, marcadas de trabajo, se veían algo más tersas por las caricias de la luna, como si su figura sólo bajo esa luz se nos revelara. Su tripulación dormía. Su voz, que acostumbrada a mandar, había estado en silencio largo rato, de repente rompió en su garganta con el estruendo de una ola diciendo así:

-Tú que siempre estás, dime ¿Qué hombre en la noche más obscura no se ha dirigido a ti, y anclándote su mirada con la emoción de quien una vez perdido vuelve a ver el camino a casa no deja rodar una perla cristalina por la esperanza que le das? ¿Qué hombre en esta situación no grita de alegría?, pero no es que eche sus sentimientos fuera, no, más bien es que inunda su espíritu con el recuerdo que le traes. Y cuando el espíritu se logra serenar, se dirige el hombre a ti diciendo ¿tú que siempre estás, por qué hay noches que no te veo más?

-Es que hay noches que no brilla con tanta intensidad.

-¡No, marinero!, es que despreciando su imagen con que ilumina el mar, y creyendo que algo mejor se esconde en la profundidad del cielo, la tierra o el mar, nos lanzamos indiscriminadamente a sabotear todo cuanto hay: el oro, las perlas, la humanidad. Arriesgamos todo por nada.

-Recuerdo que siendo muy joven, y no sabiendo andar, un hombre me dijo “yo te puedo enseñar si estás dispuesto a arriesgarlo todo”, así lo hice y en los caminos me perdí, cuando me di cuenta el hombre ya no estaba. Seguramente vio a alguien que tenía más para arriesgar. Quise regresar, pero sentía que algo me faltaba, sólo sentía rabia, soledad. Seguí mi camino queriéndote rencontrar, hasta que un viajero te nombró. Te volví a mirar, porque en las tormentas que viví, nunca se me ocurrió voltear, ahora algo curioso me pasa, incluso detrás de los nubarrones sé que siempre estás.

-Hoy es algo diferente lo que le pasa a los hombres, no se pierden por apostarlo todo, sino por la apatía que les causa la comodidad, pues creyendo que por leyes necesarias siempre estás, les parece un necio el que les pide te vuelvan a mirar, pero te aseguro que por su arrogancia nunca te verán, aunque tú siempre estás.

– Es cierto que nos juegas bromas de cuando en cuando. Te escondes poco a poco en tu reboso dejándonos al final, para perseguirte, tu mirada seductora. Hecho esto, sentimos que algo nos falta, por lo cual nos lanzamos con la vida por delante a buscarte, y cada vez que te apareces muestras, primero, tu sonrisa encantadora, ésa que nos llena de confianza.

Es cierto que soy marino y vivo errante. Es cierto que todo lo arriesgo echándolo a la suerte, pero no a ti compañera de nosotros. Es cierto que si nos perdiésemos, sólo por amor a ti –que sólo nosotros te conocemos–, volveríamos a encontrarte.

Javel

Los muertos vivientes

Él creía que lo sabía todo sobre los zombies. No solamente había visto las películas y series que estuvieron más de moda; es más, no solamente había visto las películas que nadie más veía porque no estaban de moda, él había leído muchísimo sobre zombies. Él sabía las diferencias entre los principios del género con sus fuertes implicaciones políticas y su crítica social, y la degradación de esos comentarios anticapitalistas en las obras de los últimos años. Él conocía además que entre los zombies había diferencias, porque unos corrían mientras que otros caminaban. Algunos transmitían su enfermedad con la mordida, pero otros la transmitían con sólo tocar a alguien, y otros más ni siquiera estaban enfermos tanto como estaban poseídos o radiados. Él conocía historias de zombies en todas partes, desde lugares ficticios en los que se los desconocía, hasta los otros más ingeniosos cuyos personajes ya habían visto muchas películas sobre zombies y leído muchísimo sobre ellos. En fin, él creía que lo sabía todo sobre los zombies. Por eso, ahora que había estallado la guerra contra ellos en un mundo que no podía salvarse, poblado por los pocos humanos que podrían recordar unos meses más todo lo que la humanidad había erigido en milenios, creía que sabía en qué consistía el terror de enfrentarse a un zombie. Y eso creyó hasta los últimos segundos de su vida, cuando miró a los ojos a la aberración que se abalanzaba voraz sobre su carne sin ningún control de sus acciones, que gemía mientras mordía y agitaba la cabeza como en una guerra ansiosa contra sí misma; miró a los ojos a la aberración y se percató de que no se enfrentaba a la bestialidad imbécil de una fiera ni a la destrucción ciega de un desastre natural, sino que en esos ojos había una constantemente torturada y plenamente despierta consciencia.

Próximo lejano

Próximo lejano

Espantará a los puristas. Dejará sin opinión a los asépticos del laicismo. Parecerá pura retórica a los cínicos del descontento. Pero no debería pasar inadvertido entre los que quieren pensar. El pasado 17 de septiembre en el Encuentro Mundial de Jóvenes Consagrados el Papa Francisco declaró: “El Señor os llama al modo profético de la libertad, es decir a la libertad que está unida con el testimonio y la fidelidad. La vida consagrada puede ser estéril cuando no es profética”. El Papa llamó a la profecía, y eso es un grandísimo problema.

La profecía fue, antes de Spinoza, el problema teológico-político de mayor profundidad para la filosofía medieval. En el racionalismo moderno no hay modo de pensar la profecía. La esencia de la religión se conoce, en cambio, en la medida en que se piensa la profecía: en que se piensa la Ley y la Revelación. Para los modernos del mundo, un llamado a la profecía es un llamado vano. Es, sin embargo, un llamado problemático para los que quieren pensar la profecía. Evidentemente el primer problema es que en sentido estricto ningún hombre puede llamar a la profecía, pues el profeta es llamado por Dios para llamar a los hombres. Que un hombre tome el atrevimiento de llamar a los hombres a la profecía podría ser el más excesivo maquiavelismo o una renovación de la expresión cristiana en torno al misterio de la ensarkosis. Como maquiavelismo excesivo, el llamado a la profecía es la fundación a partir de un mito, el modo profético del imperio, el imperio unido con el perjurio y la infidelidad. Como renovación de la expresión cristiana, y por tanto como un llamado a la profecía distinto a los profetismos musulmán y judío, es la experiencia de la carne como fundación comunitaria, por ello de la libertad unida con el testimonio y la fidelidad. Se distingue de la profetología judía porque el profetismo cristiano al que ha llamado el Papa tiene a la salvación en el pasado, en el ensarkosis, y pide del profeta testimoniar la salvación en la fidelidad caritativa. Se distingue de la profetología musulmana –principalmente de la contemporánea sunita- en el libre alejamiento del rigorismo, en la creatividad que sólo puede experimentarse en el misterio de la carne, es decir en la libertad de la castidad. Y en este último punto se distingue de la tiranía libertaria del liberalismo moderno en la que la castidad nunca puede ser libre. Castidad libre y caridad testimonial son las claves del llamado papal. La nueva profecía es posible porque Cristo se hizo carne. La nueva profecía es inevitable escándalo.

El reciente llamado del Papa Francisco nos enfrenta al problema de dejar de emplazar la salvación al futuro, de experimentar el misterio de la carne como castidad y, por ende, de superar el prejuicio contemporáneo del cuerpo. Ser profetas, tras la renovación expresiva del hermano Francisco, nos exige comenzar a sabernos carne, en la carne amarnos y en el amor salvarnos. La misión que ahora es más próxima parece más lejana.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. El pasado 25 de enero, en Reforma, Gabriel Zaid, con su agudeza característica y sabia sensatez, afirmó: “Todos somos corruptibles, pero eso implica libertad, no fatalidad. Ser corruptible no es lo mismo que ser corrupto. Es perfectamente posible evitar la degradación personal, no contribuir a la ajena y apoyar el saneamiento institucional de manera práctica y sin fariseísmo”. Para después ofrecer propuestas prácticas para combatir la corrupción. El pasado 3 de septiembre, el diputado por Jalisco Jorge Álvarez Maynez de Movimiento Ciudadano presentó una iniciativa de reforma a la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública que ordena la creación de un portal de adquisiciones de la Federación cuyas características están tomadas directamente y al pie de la letra de las propuestas de Gabriel Zaid. La iniciativa se turnará a comisiones; no hay que perderle la pista.

Coletilla. Si no hay una solución política al conflicto que desató la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, la violencia será inevitable. La solución política del caso parece tan inasible como la violencia multiforme. Seguir hablando del caso de los normalistas desaparecidos sólo tiene sentido cuando se quiere contribuir a la vía política; cuando no, el sinsentido hace de las palabras molotovs y de la discusión pública una batalla por el imperio del silencio. La violencia inevitable nos podría condenar a un silencio ineludible. Cancelación de la vía política -¡Hamlet!-: el resto es silencio.