Fenomenología del recuerdo

Fenomenología del recuerdo

Huele a muerte resucitada. Sabe de distintos modos, según llueva, truene o clareen los nítidos cristales del alba. Arde, quema, alivia y, muchas veces, pesa. Es el brazo derecho de la mirada; se presenta oscuro, límpido, a veces simplemente no se logra alcanzarlo, por más que corramos en pos de él. Es necio, displicente, manso: multiforme, como un Odiseo reducido en virtud. Joya pulida por lo humano: es manantial de la palabra.

Ahora que trato de alcanzarlo por su propio camino, se presenta algo que me cuesta reconocer en público, y que siempre sonará bastante sentimental. La cara que siempre me afecta de este visitante es su sonrisa melancólica: entre sus formas, la que me afecta inevitablemente es la que me hace recordar la ausencia. Cosa extraña: la ausencia no se nota sin la presencia en la memoria. Nostalgias aparte, su ausencia verdadera me atemoriza de sólo imaginarla. No puedo escapar de él.

Me importa hablar de él porque sería un descarado sin culpa si él se ausentase. Compañero de cuna de la conciencia, mis mentiras se disuelven si él me deja. No es una tragedia. La tragedia, o, mejor dicho, el horror (aunque pueda sonar como un puritano más) es verse totalmente ignorante de lo bueno o malo que se ha hecho. La amnesia moral sí me atemoriza, porque la huelo como consecuencia en mis malos pensamientos, ya la palpo en la presencia de mis malas obras. Ya no hablo sólo de la historia como engendro suyo, sino de la habitación que ha labrado en mí. Más loco que alguien que padece locura aparente por la enfermedad, por ello, me parecen los que se hacen los olvidadizos, siendo como los fariseos que juzgan la paja en el ojo de su hermano, olvidando mirar la viga que atraviesa el suyo en el reflejo de su propia oscuridad fingiendo ser luz.

 

 

Tacitus