«Fue el último sabio de su tiempo quien se halló barriendo hojas,
muy tarde contempló lo que sabios de otros tiempos habían perdido:
lo que nadie del suyo tuvo tiempo de entender».–Al-Fahayut, Historias breves de días y de noches memorables
Estos tiempos modernos no son garantía de que no se encuentre uno un día rodeado de rituales arcaicos, por más que se vistan de burocracia y tecnología de punta como el verdugo de guantes blancos que administra la inyección letal. Y es que son muchos los que se creyeron la mentira de que el poder y su ejercicio son lo más importante y verdadero en la vida humana. Éste es un decreto salido de las profundidades del tiempo que, sea tan antiguo como sea, debe haber venido de un grupo de infelices, engañadores, desconfiados que rondaban detrás del mayor de todos ellos olfateándolo ansiosamente en la espera de que cayera muerto para substituir su trono, montado sobre la más reciente pila de carroña. Estos hombres seguramente eran más bien como quimeras: risa de hiena, plumas de pavo real, palmas de foca y lágrimas de cocodrilo, y deben haber pasado todos los días de su vida perfeccionando el arte de la adulación.
Me los imagino fácilmente: vociferando en la constante competencia por los aplausos subiendo y bajando la intensidad de sus gritos, patrullando con ritmo y pompa en salones engrandecidos por espejos, llenos de divanes, jergones, hamacas y cojines, tapizados con colores en combinaciones que saturan la vista y hundidos en humos que saturan el olfato. Quizá adornaron los muros con lemas incomprensibles de sabia apariencia que ninguno aprehendía: «el amo de llaves de la sabiduría es un ciego» o «por aquí ha pasado todo lo que figura o fulgura» o «que mi espíritu hable por mi sangre» o cosas como ésas. Con tarimas deben haber separado por miríadas los niveles dentro de las estancias para hacer obvio hasta a la vista más débil quién de ellos estaba más cerca del cielo. Al cuarto lo llamaban ‹cámara›, al dormitorio ‹auditorio› y al edificio ‹palacio›. Sin dificultad habrían transformado un hogar en un mercado. Seguramente comerciaban con honores, complacencias y favores que contra la naturaleza rodaban hacia arriba de los escalones con mucha más frecuencia que con la que bajaban. Ofrecían al incauto armas para hacer más miserable a quien llegara después y de este modo prometían la mejor vida denigrando todas las otras. «Ni modo, jóvenes –decían los viejos aferrados a su dominio–, la vida es dura». Regaban por los desnivelados suelos agua limpia para evitar las polvaredas, y por las almas vinos al punto de vinagre para aguantar la mohína. Y seguramente embaucaban enseñando a cuidarse de ser embaucado, proveyendo los secretos para asestar el primer golpe. Así este triste grupo debe haberse vuelto rápidamente una solfatara de enseñanzas.
Los más hondos misterios de la adulación deben habérseles mostrado en sus meditaciones a los altos magistrados de esta compleja asociación y, díscolos, ofrecían apenas las migajas de sus descubrimientos. Pero el que supiera gatear por ellas podía dar a sus señores lo que entre enigmas le pedían, a la vez que se volvía más y más docto. Surgieron probablemente así las especializaciones: el lisonjero conoció las partes teatrales de la loa para que actores fingieran la probidad de su mentor; el halagador hizo investigaciones sobre qué obsequios convenían mejor con qué aspectos de la vanidad; se abrió también una plaza para el zalamero que aprendió con quién codearse (y a quién sobar); el cobista, el melifluo y el lambiscón se reunían en público a dar conferencias, presentaciones y exhibiciones de erudición sobre temas y en idiomas que los escuchas desconocían (sin que esto impidiera después las risotadas y la ovación). Condescendiendo con los rezagados, la honorable institución debe haber abierto carreras técnicas y talleres manuales para el arrastrado, para el servil, para el achichintle y para el lamebotas. Se abrieron posgrados y posposgrados en grandilocuencia, brevilocuencia, aforismos y galimatías. A todos les enseñaron con cuáles palabras se debía delatar a un farsante, con cuáles reconocer a un experto y con cuáles librarse de acusaciones de lo uno (con indignación) o de lo otro (con modestia). Entre clase y clase todos celebraban sonrientes, y en las noches soñaban con subir el siguiente peldaño. Con diplomas, incentivos, medallas, aplausos, y palomitas en hojas oficiales, esta corporación de la educación robó por centenares los corazones de hijos e hijas de todas las familias. Prometía nobleza y cumplía con títulos nobiliarios. A lo largo del tiempo debe haber concedido tantas dignidades, que no creo que haya hoy una sola bestia sobre la tierra que no haya sido elevada alguna vez a la condición de señor.
Es notable cómo esta asociación se ha multiplicado, regándose como el fuego en días airosos. Se prende de todas partes y en todos lados abre sus sucursales, por más que sea tan arcaica y nosotros disfrutemos de una civilizada vida moderna por la que somos mejores que todos los hombres anteriores a nosotros, cuyas vidas fueron bastante más miserables. Eso solemos pensar. ¿Cómo, pues, ha sobrevivido esta institución por tanto tiempo? Ella tiene su propia respuesta: porque ha comprendido al hombre como es, naturalmente. Pero igualmente es natural que un gato castrado engorde. Cuando la norma es que los poderosos sean comprendidos como los mejores hombres, lo normal es la violencia. ¿Y qué es la violencia si no un movimiento contra lo natural? La escuela de la adulación propone que el mejor está en su sitio por ser el más fuerte, pero en ello esconde que la fuerza es reconocida en la acción. En su argumento, el que llegó arriba lo hizo porque merece estar ahí, y sabremos quién merece estar ahí porque llegará arriba: la razón y los discursos sobran aquí o, en el mejor de los casos, son un adorno que acompaña la guerra violenta. En este argumento recursivo, que nada tiene de malo en la perspectiva de la escuela de la adulación siempre que convenza, la retórica es útil para someter sin mucho riesgo a los que no están dispuestos a derramar su sangre. La palabra se denigra a una más de las muchas armas con que se domina al débil y se vuelve comparable con todas ellas. Por supuesto saldrá perdiendo contra las multitudes, las espadas, las armas de fuego o las bombas atómicas. La razón de fuerza mayor es el discurso del que vive para deshumanizar. Los hombres poco a poco asfixian su imaginación hasta que les es amputada, y no pueden concebir ningún deseo que no sea mejor mientras más grande y dominante. La imaginación es amputada y el deseo cae en la demencia. De esta manera se transforma en norma hacerle mal a otros. Se los consume como alimento y se los disfruta como prostitutas. Dentro de los templos de estos doctos inmemoriales todas las ficciones de la adulación son necesarias como ficciones, nunca como verdadero acercamiento a los demás, precisamente por ser éste el modo para hacer visibles los honores y confundirlos con los méritos que encumbran al poderoso. Esta práctica asienta el deseo de dominio como la naturalidad del pecho que se llena de aire. Así se mueven todos los que participan del juego, y en el fondo se legitima la disminución de los demás para que el poder se ejerza a la luz. En el peor de los casos, la fuerza que se presume como principio de superioridad se hace visible en la destrucción de otro. Lo que la farsa vulgar del poder oculta es la naturalidad de aspirar a hacerle bien a quien queremos.
Así pues, estos tiempos modernos no son garantía de que no se encuentre uno un día rodeado de tales rituales arcaicos. El alivio de nuestra civilización es que es incansable en su batalla contra la ignorancia. ¡Ojalá toda esta ignorancia fuera conjurada con nuestras numerosas universidades, programas de estudios y reformas educativas! Pero aunque el asediado por los males clame que la solución a la violencia del poder es la educación, y hace votos por que se abran más y más escuelas, antes uno debería ser reservado y preguntar ¿de qué tipo de escuelas estamos hablando?