Un buen hombre (segunda parte)

El uniformado no ostentaba una fisonomía obesa, como muchos pensarán cuando se habla de policías, sino robusta, propia de quien está acostumbrado a enfrentarse con su fuerza física a los delincuentes. Su rostro era moreno, bastante serio, como trazado con escuadra. Miró al desconcertado y tambaleante joven y le preguntó:
-¿Qué pasa, joven?, ¿todo bien? Su tono era compasivamente acusatorio, ambiguo, astuto. Al joven le temblaba la quijada, tal vez por la sorpresa del encuentro; sentía sus piernas débiles, como agotadas, sentía caerse en las vías desnudas. Logró, pese a su incertidumbre y miedo, mantener el equilibrio, recomponerse y, con los puños apretados, guardados en su moderna chamarra de piel, decir:
-Sí… No. Es que me acaban de asaltar oficial. Esto último lo dijo con un tono apenas perceptible.
-¿Dentro del vagón, joven?, ¿qué le robaron?
-Sí; ahí dentro. Me robaron mi celular. Decir esto fue muy permitente, pues no sólo es lo más codiciado por los ladrones, sino que tampoco lo llevaba en ese momento por un olvido que hace poco se reprochaba.
-¿Por qué no activó la señal de alarma, joven? ¿Nadie más se percató de los que hacían los dos tipos?
-Creo que no. Estaban a mis espaldas. Eran dos y me picaron con algo en el costado izquierdo. Estaban pegados a la puerta y yo a lado del asiento reservado, de pie.
-A mí me pareció que usted, joven, estaba sentado a lado de un señor. No estaba usted de pie y no tenía a nadie atrás. ¿Qué me está ocultando, joven?
-Nada… Nada… El asalto fue hace unas cuantas estaciones, creo que tres o cuatro, no recuerdo bien. Los asaltantes me dijeron que me volteará y que no me bajara hasta que llegara al final de la línea. Me dio tanto miedo que los obedecí. Hace tiempo golpearon a un primo por resistirse a un asalto y no quería que me pasara lo mismo. Tan bien le había quedado su historia, que se sintió tranquilo por la certeza de su triunfo. Más adelante, al recordar dicho episodio, le habría de preocupar hasta casi darle miedo.

El policía escrutaba sus alegres facciones (su tez blanca sin acné y sus facciones como de niño bien), su vestimenta pulcra (pantalones y camisa de temporada, chamarra de moda, todo comprado en una mega plaza). Se daba cuenta, con la claridad que sólo ofrece la experiencia, de que alguien así era la víctima perfecta de los ladrones. “A lo mejor sólo lo espantaron y el pendejo les dio todo.” Pensó el oficial mientras miraba su reloj. A modo de despedida y sin mirarlo, le dijo al joven:
-Si quiere puede ir a denunciar, joven, pero como dice que no vio a los que le quitaron el teléfono, ni va a servir de nada. Perdería nada más el tiempo. Nos vemos. Sentenció y se subió al tren.

El joven se encontraba alegre por haberse librado del policía, y a la vez se sentía turbado por haber desaprovechado la oportunidad; una rara emoción lo embargaba, aunque se sentía preocupado por el señor de gorra roja. Cambió de dirección y bajó en la estación correcta. Haya sido por el brusco cambio de dirección, por la entrevista con el policía o por haber visto al señor tan desprotegido, o por todo junto, el joven se sentía sumamente desconcertado, desorientado, como si todo dejara de ser como él lo conocía, como si en cualquier momento pudiera llover tierra o el sol se fuese a quitar y nunca más volviese a salir. “¿Podrá volver a ser todo como antes; podrá volver la normalidad?” Se preguntaba y volvía a preguntas, concentrándose tanto en su pregunta que no podía o no quería contestarse. Aunque hubiese querido contestarse no pudo hacerlo, al menos no en ese momento, pues no llevaba de camino más de dos calles desde que salió del metro, cuando se le apareció una joven amiga. Ella tenía la rara cualidad de encontrarse en todo momento de buen humor. Al verla, el joven pensó: “¿Exagerará en sus expresiones alegres para demostrar que no se preocupa de nada?”
-¡Hola! ¿Cómo estás? Dijo repentinamente la joven, con fuerte voz y alzando los brazos.
-Hola. Bien. Bien… ¿Y tú?
-Súper bien. Me acaban de dar una muy buena noticia. De hecho creo que es la mejor noticia del año. ¡No del año, de mi vida!
-Qué bueno. Me alegro. Contestó el joven y miró a la muchacha con suma atención. “Hay algo raro en su rostro, sus ojos están demasiado brillosos.” Reflexionó el joven.
-Sí, así es. Es una muy buena noticia. Como el joven dejó pasar aproximadamente quince segundos sin responder, ella añadió: ¿no quieres qué noticia me tiene tan contenta?
-Sí. Claro. Dime; eso me pondrá muy feliz.
-Está bien, te lo diré. Pero con una condición.
-¿Cuál?
-Que me respondas: ¿por qué estás tan blanco y caminabas con joroba?
-No es nada. Sólo me siento un poco cansado, ¿sabes? Además, creo que me voy a enfermar. Pero, ahora sí dime: ¿cuál es esa noticia?
-No me gusta ver tristes a las personas. Mucho menos a ti. Dijo enternecida la muchacha, con cierto tono de preocupación maternal, como buscando consolar a un ser querido.
-No pasa nada. Verás, es que…
-¡Ya sé! ¡Ya sé que te va a animar! Es algo pequeñito, que te transportará a las puertas de la felicidad. Dijo su amiga interrumpiéndolo.
El joven, cuando la oyó, se espantó muchísimo, pues pensó que ella había consumido una rara sustancia. “Ella también.” Reflexionó y se puso muy triste. “Por eso siempre está tan feliz, tan alterada.” En ese momento su amiga abrió los brazos y lo abrazó fuertemente. “Tan sólo era esto. Qué bien se siente. Vaya errores a los que me han llevado mis sospechas.” Se dijo y se apresuró a despedirse, pues una rara sensación surgió de su estómago e iba subiendo a su garganta.
-Nos vemos. Muchas gracias; en verdad, gracias…
-¡Adiós! Al rato paso a tu casa y platicamos. ¡No, mejor tú pasa a la mía! Es que mi mamá quiere verte. Esto último lo dijo la joven gritando, porque su amigo ya se encontraba como a unos quince metros de distancia.
Si bien era cierto que aquella muestra de cariño lo había alegrado, no dejaba de sentirse triste, inútil, cual si todo le hiciera daño y él no pudiera hacer nada para evitarlo. “Todo esto de alguna manera me destruirá.” Pensaba mientras llegaba a su casa. Cuando estuvo dentro de su tranquilo hogar, miró a su alrededor y encontró todo en perfecto orden, tal como hace un rato lo había dejado. Llamó por teléfono a la persona que le había encargado lo del dinero y se citó con él para verse en algunas horas. Curioso fue que no se le ocurriera preguntar de dónde provenía el dinero ni para qué sería usado; quizá ya no le quedasen energías para ello. Miró su sala, su comedor y su pasillo una vez más; abrió la puerta de su recámara. Se sentó en su cama, sin ganas de pensar, mirando los suaves plieges de la alfombra de su cuarto. Se recostó boca abajo, sin poder pensar en nada preciso, con calma, queriendo ahuyentar cualquier pensamiento o sentimiento inquietante. Pero una ligera sensación, como un susurro, inundó su pecho y le provocó un callado, intranquilo e impostergable llanto.

Yaddir