Los ojos de Odín

Dejé de leer ya después de la media noche. Estaba muy cansado pero no podía dormir después de haber tenido ese sueño estúpido en el que las monedas de un peso ya eran idénticas a las de diez centavos (y las nuevas de diez centavos, por cierto) y me daba mucho coraje. ¿Qué más pasaba en ese sueño? Me levanté por la cubeta para el baño ‒porque no había agua en el departamento‒, y algo de mis visiones oníricas quería venírseme de nuevo a la cabeza, pero fue imposible recuperarlo. Mirar lo que faltaba era como tratar de recoger un tornillo, atorado dentro de los ajustados espacios de algún armatoste, a punto de rodarse hacia sus intestinos invisibles cubiertos por láminas, y con sólo los dos dedos gruesos y torpes que caben ahí. Quizás si no me hubiera puesto a leer, sino a recordar, lo habría conseguido. Supuse que no importaba tanto, porque la conversación del libro lo valía: dos personas discutían sobre el montaje de una ópera cuyas ideas venían de las sagas de Islandia (¿por qué no la llamamos mejor Hielandia? Parecería mucho más apropiado). Querían averiguar si las acciones de los personajes podían equipararse a las de las tragedias griegas, si al contrario, estaban permeadas por una idea de salvación ‒aunque una diferente a la cristiana‒, o si eran acciones motivadas por la confianza en el progreso de la humanidad. No llegaban a nada, pero me pareció importante pensarlo. Especialmente porque los personajes parecían suponer que cualquier cosa que se hace merece ser llamada acción. Así caminaba en la noche por el departamento, haciendo mis pasos equivalentes al golpeteo del viejo reloj entreteniendo estas cosas en mi mente, cuando un ave parada en una de las ramas desvestidas del árbol de enfrente me pasmó. Pronto vi a la segunda. Ambos pájaros negros estaban despiertos. Los movimientos leves de sus cabezas, aquellos como golpeteos que parecen ser discontinuos con el flujo de cómo se mueven todas las otras cosas, me enervaron un poco. Me pareció que me miraban, aunque no es posible saberlo. Ni siquiera es posible saber qué verían cuando vieran, tan extraños animales. Llovía muy levemente. ¿Les interesaba yo, o les interesaba algo en absoluto? ¿Me había cruzado solamente con su apacible apreciación del interior de una cosa cualquiera en el mundo de muchas que exploran con la negra vista, o habían estado quietos sin fijarse en nada, hasta que yo les ofrecí algo vivo para atestiguar? Desde la primera había notado que eran aves muy bellas, pero pasaron varios segundos antes de que me detuviera sobre la idea: eran tan grandes que me hicieron dudar si había visto antes otras parecidas tan de cerca, pero sus tamaños les iban muy bien. Una movía la cabeza más que la otra, y a veces volteaba, como si tratara de cotejar algo; como si estuviera asegurándose de que estábamos en donde estábamos mientras nos mirábamos los tres. La otra casi no relajaba un músculo. Estuvimos observándonos lo que en la noche serena es mucho tiempo, hasta que se fueron volando contra el gris sucio de la ciudad.

Hoy por la mañana desperté preguntándome ‒pues recuperé el sueño, por fortuna‒: si yo creyera que las aves son mensajeros de dioses poderosos e invisibles, que llegan a posarse en sus hombros para susurrarles las noticias del mundo, ¿qué habrían hablado de mí estas dos con lo que vieron?