Castigo sin fin

Castigo sin fin

Sentimos encoger el corazón ante la sentencia condenatoria, algunos con aceptación y otros con renuencia, pero inevitablemente, siendo inocentes o culpables, el castigo nos apresa sólo a nosotros. El castigo más común es ser aislado de los que viven bien, para ser recluido con los que han decidido vivir mal. El castigo será la seña del que actuó mal para vivir mal. El hombre malvado ha de vivir escondiéndose para no ser marcado, o encubriendo su marca, pues la señal imborrable cierra puertas y ventanas.

Cuando vivir en comunidad actuando del mejor modo posible para que los demás y yo vivamos deseando el bien, el aislamiento es el peor de los castigos, ya que se nos aleja de la posibilidad de vivir bien. Solos, sin la mejor compañía, sin las palabras del otro, es muy fácil perderse guardando rencor, que no culpa. Los presidiarios guardan rencor, pues no creen que alguien los espere. Y si no vuelven a delinquir, no es por consideración a los otros, sino por recelo a los demás, no me vayan a quitar mi libertad otra vez, se dicen.

Pero el castigo ya no es problema para el hombre que desea el mal, pues en el mal del otro encuentra su placer y comodidad. Le molesta ser alejado de los demás, pues ya no habrá de quién aprovecharse. El castigo no es un reformatorio, es un atentado contra lo más alto que puede tener un hombre: pasión y poder para hacer lo que se quiera: su libertad.

Cuando el castigo lo padece olvidado en las sombras del egoísmo un hombre, la felicidad ya no vuelve a aparecer para nadie. El castigo sin comunidad que tiende al bien no tiene sentido.

Javel