Alguna vez un amigo me dijo que un amigo era como un familiar al que uno elige. Éramos muy chicos, seguramente él había escuchado esta idea en algún otro lugar. Probablemente se la había sugerido su padre, que era un hombre bueno, dedicado a ayudar a jóvenes con problemas vitales de lo más diversos. Curiosamente, éramos tan chicos que no habíamos tenido tiempo para experimentar cómo se distinguía elegir de tan sólo hacer. Poco después nos aliamos en nuestra campaña contra la educación que habíamos recibido, cuestionando todo lo que se nos dijo más bien con el impulso de contradecir que con la preocupación seria de encontrar (o desmentir) las causas y los principios de nuestras costumbres. Llegamos a reírnos de lo que pensábamos entonces, de lo poco que nos dábamos cuenta de nuestras palabras; sólo queríamos hacer las cosas bien, aunque fuera tan complicado encontrar cómo. Probablemente volvamos a hacerlo en el futuro. No estoy tan seguro de que siempre haya sido así, pero hoy me parece que es como si hubiera dos amigos en él. Uno es el que ha actuado de tal o cual manera, que imagino fácilmente en todo lo que hemos hecho y nos ha pasado, cuya voz puedo proyectarme y cuyas discusiones me acompañan incluso si no me percato de ellas; otro es quien toma todos los días nuevas decisiones, y que conduce su vida según sus luces, con poca o mucha ayuda. En realidad, no están separadas su memoria y su presencia. La nostalgia atrae el riesgo de cristalizar esa memoria, la urgencia apresurada atrae el riesgo de trivializar esa presencia. Ahora entiendo mejor que no es un movimiento «elegir un amigo», señalándolo de entre una multitud y extrayéndolo para tenerlo junto de una vez y para siempre; sino que más bien consiste en la constancia del cuidado, en la continuidad de la elección, en la vida. Hoy él es un hombre, a cuya familia ‒espero‒ podrá querer de la mejor manera que conciba. También un familiar es un familiar al que uno elige.