¿Quién quiere ser mejicano?

«Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán».
—Juan José Arreola, Confabulario

Voy a ser directo, porque no hay otra cosa que desprecie más que los intermediarios. Llevo años tratando de descifrar las sutilezas que emplea la mujer para comunicarse, y lamentablemente no he podido (y sospecho que nunca podré) comprenderlo. Lo malo es que no hay traductor posible, y aunque las mujeres piensen todas como reinas de la misma colmena, una mujer no puede traducir a otra porque no hablan el mismo lenguaje que el hombre. ¿Qué necesidad tengo yo de andar traduciendo las palabras que emanan de las criaturas más bellas de la creación? ¿Por qué no puedo simplemente interpretarlas, o entenderlas de inmediato como quien entiende la palabra pato cuando se la grito en la cara? Hace unas entradas, hablaba acerca de cómo unos de esos psicólogos de la universidad del chiste habían demostrado, como demuestran todo lo que se les ocurre, que el pudor está íntimamente ligado al lenguaje, comulga con él, andan de la manita y son best friends forever (mejores amigos para siempre y toda la vida). Bueno, pues lo que les vengo ofreciendo en esta ocasión, amables caballeros, les pido una disculpa por venir a interrumpir su viaje, pero quiero que se den cuenta de que no vengo a delinquir ni a intimidarlos, vengo a ganarme por la derecha un peso que no afecte su economía; es que en el lenguaje también (que Dios me perdone) se encuentra la belleza de las cosas.

Una vez me encontré siendo Pwneado por un gringo en un videojuego en el que, sin importar cuánto me esforzara, el infeliz me estaba poniendo una madriza como si mi nombre fuera Kimbo Slice, y mi nuevo trabajo fuera en la UFC. En fin, lo que más me molestó de aquella ocasión, no fue que me superara en habilidad, ni que me matara tiro por viaje. Lo que me resultó insoportable, fue que cada vez que yo desperdiciaba una oportunidad de matarlo, el muy imbécil me escribía en el chat “Ole toro”. Por supuesto, él ignoraba que yo era un mejicano, y que entendía su burla sin esfuerzo. Lo que él no entendió fue mi respuesta: después de mucho fallar y de tener el alma destrozada por la frustración, en el último de sus “ole toro” no pude resistirme a darle una dosis de chilanguería (con perdón del neologismo), con todo el odio español que corre por mis venas mestizas, le respondí “¡Ole tu puta madre!”. A lo que él, confundido y enorgullecido respondió: “That makes no sense, you cant use it like that”. Mi ira creció, como la de un toro, pero ya estaba yo perdido, no tuve más remedio que tragarme mi indignación e insultarlo en su puto idioma de mierda, si no, no me iba a entender, y lo que yo quería era zaherirlo. En fin, fui insultado en mi idioma y tuve que defenderme en el suyo. Rebajarme a usar un idioma extranjero para que el otro pudiera ver el odio en todo su esplendor que yo sentía por él. Bastante humillante, ¿no les parece? Si no lo ven, y creen que exagero un poco, imaginen que están en una pelea en la que necesitan un intermediario para ponerle un trancazo a su oponente, porque sus golpes simplemente no lo tocan. ¿Ya ven lo indignante y la frustración? En otra ocasión, un gringo que estaba en un juego similar, comenzó a rastrear mi dirección de IP, descubriendo y haciendo público entre los demás gringos mi nacionalidad. Lo que me dijo el pobre muchacho fue “stay on your side of the river, foreigner!” Y bueno, yo le respondí en español (ya no me iba a rebajar a darle peladito y a la boca mi insulto) que estaba en mi país, no podía ser un cochino extranjero en mi país. ¿O sí podía..?

Antes de continuar, hay una cosa que debo admitir sobre mi país que simplemente no soporto. Su nombre propio, tanto como los particulares de sus pueblos, están, en su mayoría, en una lengua que no es la mía. ¿Qué vergas es México? De verdad me molesta y amo a mi país y a mi gente con toda su retorcida y ecléctica cultura. Mi país es mágico, está lleno de cosas tan cotidianas y fantásticas como una novela bien escrita. Ya algún naquete bien lo señaló como un lugar esencialmente surrealista, y aunque yo odie las cochinadas capturadas en esa etiqueta, debo admitir que mi México entra en ese saco, si no es que es el saco mismo. En fin, ¿qué pedo pinches españoles pendejos? Sí, esta entrada es en contra de la Madre Patria. Nos conquistan, nos establecen el más hermoso de los idiomas y conservan pinches nombres culeros prehispánicos. ¿Por qué? ¡Por qué no rebautizar los campos bajo nombres quijotescos, llamar los barrios con el título de un santo protector patrono de sus comunidades! O sencillamente nombres de acuerdo a sus paisajes: “lomalinda”, “aguablanca”, cosas bonitas con las que uno pueda relacionarse, que le inspiren las ganas de vivir ahí. ¿Quién chingados quiere vivir en Huilango? ¿Qué vergas es un puto Chiquigüite? ¿Qué coño es México? En serio, su pendejada de “ombligo de la luna” no se la creyeron al naco que la propuso desde un inicio, pero a falta de una explicación (cualquiera, ya no la mejor) se lo dejaron.

¡Ja! Ahí tienen al pobre de mí hace unas décadas pensando que no podía ser un extranjero en mi propio país, sin darme cuenta de que la mayor parte de los lugares que frecuento, no conozco su significado, y requeriría de un traductor para poder apreciar el significado del nombre. ¿No les molesta? Sean sinceros. Si viajo a Vancouver, si viajo, incluso a Chachi, puedo aceptar esta condición de alienado, de intruso, de extranjero. Pero pensar que eso sucede en mi propio país, tiene un montón de inconvenientes. Siendo el primero una falta de identidad. Sí, oyeron bien, yo no me siento de todo mejicano, quienes me conocen sabrán la aversión que le tengo a las palabras prehispánicas (y a la espantosa equis y su polifónico ser) y a los partidarios de recuperar “nuestras” raíces. ¿Nuestras? ¿De cuándo acá tenemos cultura prehispánica? No poseemos ni el idioma, y los que llegan a adoptarlo, claro, son poblados marginales que viven en el tercer mundo del tercer mundo. En la sierra o en la selva, donde no hay más justicia que la del difunto Marcos. Ahora resulta que las minorías van a venir a gobernarnos (eso está de moda, sobre todo en el Metrobús, donde gobiernan las mujeres, los discapacitados y los retrasados) tal vez sea una tradición española, no lo sé. Pero primero, la lengua agonizante de los bárbaros indígenas que habitaban estas tierras antes de que llegara la civilización, se preserva, no por uso, no por belleza, no por que contenga gran sabiduría, sino por negligencia conquistadora. ¿Qué pensaban, españoles? Llegaron con la espada, los fusiles, los espejos y los caballos a erradicar el “ocho”, el “conejo” y el “venado” de la barbarie. ¿Qué les costaba acabar también con el idioma? Bueno, regresando al tema, la consecuencia es que el nacionalismo (que llevó a los alemanes a lugares inimaginables, o a los franceses a ser las civilizaciones que son ahora) es imposible en mi patria. No nos sentimos mejicanos, bueno sí, pero somos, más que una unidad, un licuado de confusión. Por ahí están los que se sienten aztecas y bailan en el centro, en el zócalo junto al Templo Mayor, por acá los que se sienten cholos y andan atracando en los camiones, por otro lado los que se sienten negros y suben a hacer beatbox a las micros (esto es una historia real y le dieron al morro como cincuenta varos), por otro, los que se sienten españoles, los que se sienten veracruzanos y oaxaqueños. La confusión es terrible, si no me creen, platíquenme, ¿qué coño es ser mejicano? Claro, no se aceptan presespañoladas, ni esa forzada identidad del mejicano que se quiso forjar (lamentablemente con mediano éxito) en tiempo de Diego Rivera y Frida Kahlo). Sí, conservamos ciertas tradiciones prehispánicas como el día de muertos, que muchos despistados entusiasmados defienden a capa y espada sobre el Halloween. El día de Muertos no los hace más mejicanos, los hace más prehispánicos, a su vez el Halloween los hace más gringos. No hay pa donde correr.

Cabe aclarar que amo el Día de Muertos, no porque sea una tradición básica para la construcción de la identidad del mejicano, no, sino porque es el único día del año en el que se celebra la Necesidad, y la magia. Eso es suficiente para ser celebrado. ¿No les molesta, de verdad, saber que hay que traducir el nombre de tu propio país para saber su significado? ¿Qué sentiría Sócrates si a su Calípolis le hubieran llamado ParadiseCity? Los nombres pretenden atrapar la esencia de las cosas, señalarla y conservarla del desgaste del paso del tiempo. ¿Por qué conservar nombres que nadie quiere? Seamos sinceros, ¿quién quiere vivir en un lugar llamado Huilango, o Cuautepec, o Tepozotlán? No hay nada de emocionante en el nombre, no hay amor, no hay identidad ni posesión. Si llegara una coreana guapísima y me pidiera que la hiciera gozar utilizando su idioma para comunicarse, no hallaría yo la misma satisfacción (ni le entendería) que si llegara cualquier hispanohablante a hacerme la misma propuesta erótica. Es el mismo acto el que se pide, sin embargo, la carga emocional del significado es distinta (y la apreciación de la belleza que encierran los nombres). Bueno, la idea que quiero compartir en estas palabras es que para poder sentir algo como propio, primero debemos poderlo nombrar (no me crean, pregúntenle al Padre Adán), si no se puede nombrar, si no se puede atrapar en esa sencilla e íntima instancia cualquier cosa, entonces resulta tan ajena a nosotros, como la mismísima Muerte. Una ciudad, para ser bella, debe inspirar amor a sus habitantes, debe emocionarlos, hacerles crecer el deseo de preservarla, de cuidarla, de embellecerla cada día más. Labor por demás imposible, si la ciudad es muda, si habla a unos habitantes ya muertos desde hace mucho tiempo, en la que todos los actuales residentes son unos cochinos eclécticos que, como la india María, no somos ni de aquí ni de allá; entonces, la posibilidad de amar la ciudad, de ser verdaderamente ciudadanos, queda imposibilitada desde el más primero de los principios.

La Nueva España no me pareció nunca una mala idea, mi Alma Máter, tiene el ridículo lema (bueno, no tan ridículo como la de la Universidad de Ecatepec), de “nosotros también somos universidad”. No sé qué piensen ustedes, queridos lectores, pero prefiero mil veces más llamar a mi país Nueva España, que nombrarlo con un nombre completamente ajeno a mi lenguaje, un nombre que tengo que traducir para comprender.