Brazos abiertos

Quien abre sus brazos ofrece su pecho, quien ofrece su pecho entrega su corazón. Sólo quien entrega un abrazo comprende la grandeza que éste encierra, porque para dar un abrazo es menester la confianza, pues el abrazado puede herir traspasando el pecho, o puede confortar cuando lo que motiva al abrazo es un dolor compartido.

Quizá sin pensarlo mucho nos demos cuenta de todo lo que hay en un abrazo, quizá por ello sólo abrimos nuestros brazos ante quienes nos son suficientemente conocidos. Las razones que nos mueven a aceptar o rechazar al otro son tantas que cada abrazo suele ser distinto y limitado a uno solo, o a unos cuantos.

Somos limitados e incapaces de ver lo que acontece en el corazón propio o ajeno, y nuestros límites se ven también en los abrazos que solemos dar y en el modo en que apreciamos los que vemos. Es justo reconocer que no siempre nos encuentra el otro con los brazos abiertos, a veces por nuestra ceguera, a veces porque no queremos verlo.

Pero, tembién hemos de admitir que si bien a veces abrimos los brazos procuramos mantener el corazón en otro lado. Dentro de poco comienza una época de abrazos, muchos de ellos seguro serán fatuos y dejarán de lado la belleza del abrazo.

Para evitar el daño que contiene un falso abrazo hemos de reconocer al que sí es verdadero y entregado; y en Dios que se entrega por completo, a sabiendas de lo que somos, lo que pensamos, lo que hacemos y lo que padecemos podemos ver al abrazo real que salva, conforta, da vida y sana el alma.

Así pues, debemos cuidarnos del abrazo falso, ese que muchas veces damos sin dar y pretendemos recibir sin antes soltar todo lo que nos estorba para ello.

Maigo.