Si esto fuera hoy algo nuevo, habría anuncios con luces colgados de postes y edificios, y carros con megáfonos patrullando las calles de la ciudad reverberando con pegajosos sonsonetes: «¡vengan todos y pásmense, pásmense viendo el más impresionante repertorio de la naturaleza que jamás ha poblado un solo lugar!»; pero ya desde hace mucho que hay zoológicos. También se harían alharacas parecidas, con procesiones de gritos e ingeniosos lemas ‒y no solamente recordatorios tibios‒, promoviendo la asistencia indispensable de cada alma por más lejana que estuviera, al desfile de prodigios, trucos, argucias y juegos malabares; pero ya desde hace mucho que hay circos. Me pregunto si ya va siendo tiempo de aceptar abiertamente que ese experimento llamado «arte contemporáneo» puede unirse a la familia de estos alegres espectáculos que consisten en colecciones absurdas, casi arbitrarias; o si todavía es temprano y no se ha desinflado aún la sorpresa enervante de enfrentarse, cámara en mano, a especímenes deformes y payasos pedantes.