Tuve un sueño anoche, trataré de relatarlo lo mejor que mi memoria me lo permita. Sin mayor preámbulo o explicación me lanzaba a la playa así, sin nada, ni una mochila ni dinero ni nada, bueno, nomás pal pasaje y con la ropa que traía puesta. En cuestión de segundos (como sucede en los sueños) llegaba y veía un hotel en el que me quedo siempre que voy a la playa de mis sueños, el lugar era bien familiar y bien conocido por mí, las personitas jugaban a lo lejos con sus pelotas rayadas de colores, verde, blanco, rojo, azul, amarillo, otras caminaban a lo largo de la costa tomadas de la mano. Los niños reían y se divertía a la distancia. No había mucho que me llamara la atención, lo conocía todo de pe a pa, como si yo hubiera nacido en ese mismo lugar inexistente, o como si fuera yo, el Demiurgo de ese lugar que había tenido el apetito de echar un vistazo atrás.
Yo caminaba sobre la arena al lado del mar y pasaba junto a uno de esos paraguas gigantes hechos de palmas, bajo el que había unos señores platicando (estaban haciendo filosofía y hablaban sobre San Agustín, sobre cosas que no puedo recordar ya) caminaba casual frente a ellos sin malicia, andaba hasta tropezar con (a unos cuantos metros de distancia, tampoco frente a sus narices) un cofre viejito, de madera carcomida por la sal y la humedad. Se sentía mojado, tibio y rechinaban sus remaches de fierro viejo a la hora de abrirse. Tenía un montón de paja adentro, tal vez no era paja y era heno, o tal vez era un montón de tiritas de periódicos finamente pasadas por un rayador de zanahorias y regados como en una ensalada. Yo metía la mano y sacaba un bonche de monedas que eran como de plata, con un grabado de algún rey que tal vez nunca existió, pero yo sabía que eran antiguas, como de tiempos de la conquista. Las tomaba y las guardaba rápido en mi bolsa del pantalón pa que no fueran a cacharme los filósofos. Luego me llegaba a la mente un pedazo de una canción y me entraba la urgencia de escribirla en un grupo de WhatsApp, de tuitearla o lo que fuera. La urgencia era hacerla pública, gritarla en silencio sobre el papel, tal vez te llegaría a ti, tal vez se perdería en el infinito ciberespacio. Intentaba escribirla en mi celular, pero creo que no se mandaba, algo salía mal, solo sé que el ansia no había desaparecido, así que me acercaba a los filósofos (nuevamente a hurtadillas) y les robaba unas hojas de papel y una pluma y ahí escribía ese pedazo de canción. Ellos, como es natural, seguían platicando, hablaban ahora sobre las monedas, pero seguía, como si fuera una nube de humo sobre sus cuerpos, la sensación de que tenían que ver con el tema agustino que exploraban unos momentos antes.
La canción que escribía no eran más que unas líneas de infinita melancolía, muy sonsas y sin mucha profundidad como las de cualquier canción de pop. Sin embargo, me ponía muy triste y arrugaba el papel y me dirigía a lanzarlo al mar. Ya estaba toda corrida la tinta como de un periódico mojado y antes de llegar al mar aparecía una especie de reja, que no era otra cosa que unos postes inmensos de fierros tubulares grises e inertes que salían de la arena y se detenían un poco antes de tocar el cielo (la reja siempre había estado ahí, pero no me había fijado, sino hasta que me encontraba junto a ella). El sol que brillaba antes de que yo hurtara las monedas, había cedido su trono a un montón de malosas, gordas y oscuras nubes fortuitas que inundaban el cielo del horizonte y ya no dejaban pasar el brillo del Astro Rey. El cielo tenía el color y la consistencia de una gota de tinta negra vertida sobre agua y yo no me detenía a contemplar tan majestuosa visión. Mi único deseo, era lanzar ese papel a la inmensidad del océano y olvidarme de todo eso, o de algún modo, encontrar alivio a mi sentir.
Lo malo es que no podía pasar al mar pa aventar mi papelito, me quedaba junto a la reja llorando y apretando el papel y se me ocurría aventarlo desde ahí, aunque sabía que nunca alcanzaría las olas y quedaría como un pedazo más de basura sobre la arena. Tal vez lo barrerían o lo recogerían al día siguiente, lo amontonarían en una bolsa de plástico y terminaría por confundirse con el resto de la basura en la parte trasera del camión. En eso aparecía Carlitos y me decía que qué pedo, que qué hacía ahí. Le contaba de la canción y de las monedas que me había robado, luego me decía con la naturalidad y calma que lo caracterizan que mejor volviéramos a casa, y así sin más, sin decirle adiós al cuarto de hotel testigo de mi única luna de miel, sin voltear la mirada una última vez a la joven noche que conservaba un poco de luz natural sobre los turistas, así, sin pensarlo dos veces, volvía con él. Tomábamos un avión con vuelo directo a la Ciudad de Méjico y llegando al D.F, veía que yo ya no tenía dinero, así que le decía que ya me iba porque tenía que caminar a mi casa, y él respondía que me fuera con él, que no tenía dinero tampoco pero que podía quedarme en la suya todo el tiempo que quisiera. Me alegraba yo un montón y sin pensarlo dos veces aceptaba su invitación. Segundos después, desperté, sin rastros del papel, con poca memoria de la canción y con un sentimiento de tristeza estampado en mi ser.