Salvar el alma
El perdón se puede convertir en tragedia. También en falsa comedia. Nuestro posible acto de perdonar tiene esos vientos trágicos y helados en el momento en que es la respuesta forzada al dolor y al daño. Terminamos aceptando y, decimos, perdonamos las infamias y los azotes ante la inminencia de lo natural, del destino, del fin. No obstante, no puede ser ya tragedia griega. En un vuelco de Edipo, nos sacamos los ojos no ante el horror inminente del orgullo humano, sino que, con el perdón moderno, decidimos sacarnos los ojos para no ver más, ante la imposibilidad de articular razón alguna, o ante la ineficacia en la propagación de los buenos sentimientos. Eso es el perdón en el nihilismo contemporáneo. Cabe aún en él la posibilidad de la tragedia; pero no cabe otra posibilidad, sólo ella, o la mezcla con la comedia en el caso de los que sobrellevan una vida moderna con rostro un tanto despreocupado.
Si queremos perdonar, debemos evitar la consecuencia aparentemente edípica de arrojarnos a la nada. El perdón ha de ser racional, o debe provenir del alma racional. Es decir, debe haber algo qué perdonar. No tiene caso a la luz de la axiología moderna, ni de la humanidad material. Debemos saber que perdonar no es consentir. Quiero decir que el perdón no es una contradicción de la justicia; es el brillo de ella. Para pensar en él hemos de buscar otra vía en la que no termine siendo sólo un descanso del juicio moral. La sangre para el perdón, pues, tampoco viene de algún imperativo moderno. No hay nada lógicamente riguroso, como todos han notado, en él; al menos no según la lógica actual. Tengo la teoría de que nos molesta tanto aceptarlo por el hecho de no ser productivo como desearíamos de algo avocado esencialmente a la práctica. Pero lo práctico, a diferencia de lo que se dice ahora, generalmente escapa al ojo común; mejor dicho, escapa a ese ojo común gracias a la noción contemporánea de lo práctico. Eso lo señalaba, por ejemplo, Chesterton con sus inigualables ironías y paradojas al respecto de todo lo que su genio le daba para escribir.
En otro ejemplo, podríamos decir que en la autonegación tampoco hay nada que perdonar. Es así porque no hay qué, ni hay quién. La injusticia tiene que ser reprendida y repudiada, pero eso no evita que pueda ser perdonada. No pasada por alto; no olvidada, ni tampoco enterrada. Se nos olvida que hasta la negación de la verdad puede ser perdonada, como le pasó a Pedro. Se perdona, conscientes del mal evidente, combatiéndolo, en la esperanza de procurarle algo al otro con dicho perdón. Si los actos no tuvieran una relación con el Bien que pudiésemos discernir con o sin ayuda, no habría ni juicio, ni indignación posible o deseable ante el mal. No debe sorprendernos entonces que en la afirmación absoluta de la maldad y la conveniencia natural, el perdón nos sea inalcanzable.
He pensado últimamente en la infidelidad. No quiero decir que he pensado en cometerla, sino en su significado. Quizá perdonar una infidelidad pueda ser un ejemplo entre tantos, pero, por ser el más íntimo, quisiera remitirlo aquí, pidiendo la comprensión de los que se puedan sentir agraviados. La infidelidad es figura constante de los líos amorosos; y creo que ella es nuestro primer obstáculo doméstico para afrontar el perdón. El sabor a traición, a polvo de grietas y fisuras, así como un dolor inexplicable por la decepción deben ser tremendos en esos casos. La existencia del perdón no aminora o niega esos sentimientos, sino que depende en buena parte de ellos. Creo, no obstante, que el amor muestra su verdadera cara con el perdón, aceptando la existencia de las grietas, pero abriendo también el deseo y la disposición casi inusitada de volver a ser capaz de tomarle la mano al infiel y de besarlo en la frente.
Naturalmente, el perdón no busca ser efectivo, sino piadoso y amoroso, que no es lo mismo. Pero amor feliz no puede haber cuando sólo existe la tragedia. Tampoco hay piedad posible en la irreflexión sobre lo justo. Es decir, sólo es posible el perdón sincero en el hombre que sabe que hay razones para los actos, y que el mejor acto se logra con la verdad. El perdón en un cosmos material es sólo el mito de las ondulaciones psíquicas favorables. En la ceguera de lo irracional, en donde no hay ni preocupación por la justicia posible, somos conducidos a la destrucción serena, imposibilitados para explicar los actos o los defectos y, por ende, incapacitados para perdonar sinceramente. Faltos de razón, no podemos entonces tachar tal acto grandioso como el extremo irracional.
Tacitus