El beso de la araña
Recuerdo todavía lo que una instrucción estoicamente malograda puede grabar en el alma. Negar la felicidad por el deseo, porque él siempre tiene la connotación de lo prohibido; o al menos pasa así cuando hablamos de deseos de a de veras, de deseos profundos y potentes. Así, por ejemplo, el argumento del inconsciente en la búsqueda del placer carnal; también, incluso, en lo que los sueños a veces revelan con claridad: el impulso sexual. Entre lo naturalmente salvaje y lo irracionalmente oscuro, vagamos en busca de una felicidad que nos parece siempre inalcanzable.
No sé si sea argumento suficiente, pero me parece que aun la presencia del deseo de la carne por medio del sueño puede ser explicada si prescindimos de fundamentar la relación entre el placer y el deseo con pasos agigantados para concluir que conlleva algo de un testimonio que llamamos inconsciente, generalmente por comodidad. Es decir, explicar el deseo sin saltarnos a lo inconsciente es desvincular la interpretación sexual del funcionamiento orgánico del cuerpo y, por ende, una manera de acercarnos a entender el placer por las cosas buenas, no sólo inconscientes o salvajemente naturales.
Fiel a la costumbre de los ejemplos, pongo uno de los más claros a continuación. La castidad, por lo general, se interpreta como abstinencia. Tal vez no haya razón suficiente para pensar que, en un alma joven, ambas estén en cierto punto ligadas. Pero no significan lo mismo. Primero, tenemos el gran obstáculo de que pensamos a la abstinencia como el remar contra la corriente. Es decir, podemos considerarlo como un esfuerzo loable, pero vano a fin de cuentas. Quizá podríamos pensar, para invertir la situación, en un modo en que la abstinencia no sea un acto en contra de lo natural, para pensarlo como algo en que uno muestra que no es meramente natural, o al menos no en el sentido en que previamente se ha supuesto el uso de la palabra.
Con la abstinencia no se niega la existencia del deseo carnal, pues precisamente se abstiene quien se sabe con posibilidad de caer en tentación. Es decir, el abstemio puede, sin necesidad de recurrir a los términos biológicos, comprender el deseo carnal en términos de su voluntad e inteligencia. Sabe lo que desea: no es algo que “el cuerpo” le pide. Ni siquiera con la castidad se niega o se menosprecia a los que desean carnalmente. Eso sería, otra vez, faltar a la explicación del deseo. Quizá la castidad pida rehuir el deseo carnal, pero no el deseo mismo. Por eso no es un menosprecio de la naturaleza humana. Pide una conexión entre el amor que rebasa todo otro tipo de conexión entre la comprensión particular de lo bueno y la facultad del deseo. Es una consagración por el bien del hombre. No es antinatural si consideramos que no es lo más natural lo que el hombre desea con frecuencia, sino lo que lo hace cumplir mejor su propio fin. Y el placer nunca es el fin. Tampoco lo es, meramente, la reproducción de la especie.
Entonces, esto no quiere decir que no se pueda desear bien en la carne, sino todo lo contrario. Bajo el argumento de la naturalidad del sexo, ni siquiera podemos dar razón de la búsqueda de la reproducción. Si no hay razón para ella, se pervierte la ciencia de la vida. Si el inconsciente reina veladamente sobre las operaciones de la consciencia, jamás tendremos argumentos suficientes para decir que haya algo en verdad natural: no conocemos nunca la relación verdadera entre lo que queremos y lo que son las cosas. Es la mofa del genio maligno cartesiano, con la razón moderna colapsada.
La virtud en la castidad va más allá de una mera negación de la materia humana, lo cual sería un inevitable absurdo. Nos hace ver incluso con otros ojos el hecho mismo del deseo carnal. Sabemos de la tentación, y de la poca resistencia que a ella oponemos. No obstante, lo importante de ese deseo es que lo sabemos distinguir. A veces con poca, a veces con vasta claridad. El Sócrates de Jenofonte regañaba a Critóbulo por haber besado a un joven eminentemente guapo; incluso el insigne narrador se lleva un reclamo por no notar la poca claridad mental del jovencito, posición que la mayoría de nosotros podríamos compartir. Le dice que debería viajar para curarse de la picadura de la araña, procurada como veneno con el beso de tan fatal y apuesto galán. Junto al regaño, se nos presenta esto como una especie de consejo al respecto de la relación que debe haber entre el deseo y lo bueno. Sócrates siempre, se nos dice con cetrina voz, anteponía la verdad y su búsqueda sucedánea. Sostengo que esto no está desvinculado del ejemplo de la castidad, pues el veneno del beso sólo parece tal a la luz de la máxima socrática: “conócete a ti mismo”, que busca colegir, en gran parte, el fin del hombre. Es decir, entender el deseo por lo bueno en el autoconocimiento y, por otro lado, la bondad en la castidad (y, tal vez, su compañero muy menor en la abstinencia) va más allá de un simple reclamo por la descarriada lujuria, la cual nunca es animal, sino humana. Quizá por eso nos parezca tan represora la salida socrática, y tan natural la explicación que asume la existencia del cuerpo humano.
Tacitus