Justicia a las carreras

En la abismal confusión que vivimos, es bastante trabajo tratar de encontrarle pies y cabeza a algunas de las contradicciones de nuestro paso cotidiano. Si el estado ha fracasado, si no se puede articular la vida pública mientras la información se licua para beberse por las mañanas como los espesos batidos de proteínas, es difícil recuperar un ritmo parsimonioso para nombrar como se merece a una contradicción junto a todos los encarrerados. Ni bien desacelera uno, ya son varios los que pronto están apuntando la anormalidad en la que cae uno mismo, si no por su propio peso, tropezado y a empujones. A las carreras opinamos, informamos, discutimos y tan pronto como todo eso olvidamos sin haber ligado nada, sin discurrir ni siquiera sobre un solo tema. A las carreras pretendemos que por todos estos tristes infortunios nos encontremos con justicia sobre la marcha, mientras nosotros nos ocupamos de burlar el doloroso ácido de los músculos, si se puede, corriendo para siempre. Vamos agitados cruzando los dedos para que en algún punto de la pista los jueces estén atentos a las faltas y amonesten al que por allá suelta patadas o se cuelga de los otros competidores. Ensalzamos las competencias de los participantes como microcosmos de la competencia que se avientan, porque queremos medirnos en lo que nos queda de comprensible, si acaso es algo. En la carrera se nos grita al paso que la justicia es cosa de jueces y jurados apostados en las altas tarimas de madera que avizoran toda la pista. Se nos advierte que estemos bien atentos a la meta, cuidados del arranque, sensibles a nuestro aguante y, especialmente, avispados contra los porrazos de los otros que nos quieran sacar ventaja. Cuando uno supone un juez observante del protocolo, confía en que hay algo como un sentimiento moral que se inflará agradablemente en el pecho cuando se haga lo correcto, o arderá como una agrura cuando se precipite lo que valga la indignación, y nada más. Se espera que el trabajo lo haga alguien; pero nunca uno, tan concentrado como está en apretar los pasos. Pero se quiere al juez del sentimentalismo aburguesado y se increpan injurias a las prisas a la vez, se deja uno emocionar por la carrera y luego quiere dictar sentencia en pleno esprint. La flama del sentimiento es perfecta pareja del deseo que esclaviza a la razón, e incluso del olvido del discurso que afirma que así es, en efecto, la vida humana. Esa flama de emoción ciega, una clase de adrenalina simbólica de la vida práctica, y la carrera que clava los ojos en ninguna otra cosa que no sea la meta, van juntas mejor que los trabajos modernos y el Red Bull. Si la justicia es inteligible, si se le puede articular, no podemos esperarla y asumir las vidas del sentimentalismo moral que más le sienta a la fugacidad de los mercados. Allí lo pasajero y fácil fingen lo público so pretexto de ser mucho que llega a muchos lados, pero no hay quien se dé el tiempo de encontrarlo común. La competencia desenreda la familiaridad y refuerza la confusión de los asuntos públicos con los privados. Últimamente, promueve la disolución de ambos a favor de los negocios. La política no está en las carreras, ni las tecnológicas, ni las armamentistas, ni las académicas, ni las profesionales. Si lo parece es por una celeridad descuidada. No es muy prometedor esperar, de todas formas, que alguien se detenga mientras raudo se lanza por la vida sin poder escuchar más de dos palabras de cada competidor junto al que pasa; y peor para los que tienen más urgencia porque, aun más veloces que todos los demás, dejan la vida atrás rompiendo la barrera del sonido hasta que ya no pueden ni escucharse a ellos mismos.