Pensamientos sobre Goethe
Insistía Goethe, con fervor muy particular, en la existencia de una estrecha y, aparentemente, continua conexión que debe existir entre el alma y las emociones del artista con el tiempo que vive, con la irremediable compañía del momento presente; decía que, en buena medida, de esa relación brotaba lo que llamamos poesía. El arte le debe su ser a la vida, pero no sabemos si esa relación se cumple bilateralmente. El trabajo del poeta se logra cuando su genio, su espíritu, encuentra la manera de mostrar su percepción honda del momento. El arte no es tal sin introspección. La sabiduría razonable que el poeta pide depende de lo que entendamos del posible significado de esa conexión mediante dicha introspección.
Era sagrado ese vínculo, y de ello nos podemos dar cuenta por una cosa: el hombre de Weimar escribía incluso víctima del aburrimiento. Puede que, frente al Werther o el Fausto, obras producto de su soledad o del esparcimiento sean sólo poco ejemplo de lo que un hombre como él significó para el arte, para el significado de lo humano y del espíritu moderno. Pero infaustamente pecamos de sutil pedantería al no darle el lugar en el cosmos poético del mismo artista. Es decir, todas sus obras fueron escritas por un mismo hombre, pero bajo circunstancias distintas.
¿De dónde saca tan elevada importancia el arte bajo el principio de la circunstancia y el momento? El poeta, según ello, se afrenta siempre a la inagotable corriente de los tiempos, al eco perenne de la naturaleza y el hombre en la consciencia, de donde el poeta logra el asalto para mostrar lo grande, presente en él, en esa relación especial que sólo en él se da con claridad, tormentosa o serenamente. Hay una característica importante, de peso intelectual casi inabordable, por la que Goethe no es ni un artista posmoderno (aunque ellos le deban mucho), ni mucho menos un simple esteta contemporáneo. Es decir, el encuentro entre la imaginación y las facultades sensibles del poeta con lo que vive no se muestran de cualquier modo. Aminoramos, considero, o silenciamos la parte importante de la poesía de Goethe por el hecho de que él mismo parece poco claro al respecto.
Su desprecio del cristianismo, por ejemplo, es a menudo desconcertante. Su negación de la teología es aún más oscura. Valorar esa negación es imposible, quizá con cierto tono de obviedad, sin incluir en nuestro juicio su juguetona afirmación de la grandeza del pagano, con sus deidades de lo natural. El vínculo entre pasiones, imaginación y naturaleza es la clave para acceder a su aprecio del momento, su santificación de los númenes clásicos y a la grandeza de la poesía en el alma del poeta, único ser capaz de transformar todo lo que toca en ese producto de su corazón por mano propia, analogía que el mismo Goethe usaba, comparando su fortuna al infortunio de Midas.
La introspección es necesaria, en este contexto, para quien busca labrar lo que siente con grandeza. Es un conocimiento de lo natural. ¿Por qué habríamos de creer que el conocimiento de uno está de verdad relacionado con lo natural? El arte tiene un papel secundario frente a la vida misma, de cuyo caudal mana toda sabiduría posible. La vida, la vida en cuyo huerto anda siempre Eros. Lo que aparece como salvíficamente clásico se fusiona con el momento. El hombre del que se burla Goethe se engaña con los rezos y la religión, bajo la idolatría total de la profecía y el perdón. No hay carne ni resurrección posible o creíble para el cosmos que es apreciado y convertido en voz para el arte. San Francisco veía el mundo de cabeza, decía Chesterton, pendiendo de un cabello inverosímilmente, en una definición certera del milagro de la creación. La invitación enérgica y solemne en boca de Goethe por la vida va más allá de nuestro carpe diem y mucho más allá de una negación empírica material del milagro. Goethe no podía creer en el éxtasis del santo de Asís porque sentía que con él renunciábamos al verdadero motivo de éxtasis para todo hombre.
A diferencia de vivir y recrear lo vivido, la idea del mundo pendiente del cabello incita tremendamente a la renuncia de Francisco, a la comunión espiritual en el sentido de la cohabitación en lo creado. Eros por el Dios de vida, o el dios de vida que es Eros. La introspección de la que hablábamos al principio es lo que el cataclismo de la pasión totalmente natural, aunque trastocada por el espíritu en el caso del hombre, por el elemento inevitable de la libertad, inició como vía de posible perfección. Sin el sendero del bien en la relación entre causalidad y finalidad como explicación de la vida y la perfección, toda la estructura de la naturaleza cambia, sobre todo cuando no podemos aceptar la explicación de la sustancia del alma como creada. Eso era lo que adoraba san Francisco: la perfección explicable, pero irremediablemente divina y, por ello, incontrolable y bella. Su canto es para alabar esa hermandad.
Vivir es una exigencia porque es en dicha vida en donde podemos apreciar, quizá mediante la ayuda de la poesía, que es tanto reproducción de pequeñeces como muestras inconfundibles de los duelos internos, según esto, lo que estaríamos perdiendo si asumimos la cruz que, para Goethe, es sólo una imposición, un dogma. Eros es humano, descarnadamente humano. ¿Cómo recuperar la idea pagana de naturaleza, con el racionalismo moderno a cuestas? Sobre todo, ¿cómo hacerle para que, en el trayecto, no resulte la libertad otra especie de tiranía para oscurecernos las verdaderas mieles del amor? Llego a pensar que en ese tipo de interrogantes se halla el lío de la introspección romántica del alma. Mientras veamos en el romanticismo nuestro sensualismo es difícil afrontar el verdadero demonio que su poesía nos dejó. Silenciar la polémica con el cristianismo es no entender bien la confrontación que esa idea de libertad y grandeza tiene con el autoconocimiento y, por tanto, es ignorar un nudo en la tensión entre filosofía y poesía. En Goethe ese nudo alcanza uno de sus estirones definitorios: lo oscuramente bondadoso de lo natural frente al orden racional en el conocimiento del ser.
Tacitus