Éramos viajeros, intrépidos intercambistas de vagones de palabras, saltábamos de una frase a otra de contrabando, sin boleto, sin destino.
Poco a poco nos fuimos cansando, primero los más jóvenes, luego nosotros, los viejos.
Descubrimos el hastío, la ruptura.
Todo a nuestro alrededor se resquebrajaba.
Las letras, deformes, perdían su sentido y las palabras flotaban vagas en el espacio, como detenidas por pequeños hilos de titiriteros.
La luz comenzaba a ser demasiado brillante como para seguir escondiendo la farsa.
Eso era.
Una farsa.
Una farsa insostenible que nos había alcanzado a todos.
El gran tren de la literatura se iba descarrilando.
Se precipitaba al abismo.
Nadie dijo nada.
Nadie escribió.
Nadie intentó cambiar el rumbo.
Fue en ese momento en el que el mundo estalló en mil pedazos.
Y no quedó más que un sonido.
Un ligero y sombrío murmullo que lo describía todo.
Era el sonido de la lluvia.
Sonido que no necesitaba traducción.
Gazmogno