La fotografía faltante

Viajé a Oslo a principios de junio para coronar una jornada de éxitos. Yo soy fotógrafo, y ahora estaba concentrándome en retratar la vida de la región escandinava. De esa ciudad tomé el tren y por horas me admiré fuera de la ventana, figurando las despiadadas heladas que debían subyugar ese mundo llegado el invierno. El fin del mundo, con seguridad, se ve así; así como imaginaba esos campos, abiertos hasta que los rompe un mar indolente, tapizados con un pasto ocre grisáceo como pelaje de los lomos congelados de ingentes bestias, ya extintas, que murieron de inanición hace milenios. Todo parecía intacto. La piedra sin picar parecía demandar reverencia, los valles tenían secretos al descubierto que ya habían olvidado guardar y que nadie les robaba. Con éstas y otras ocurrencias retozaba mi pensamiento hasta que llegué a Bodø, el primer pueblo del círculo polar, donde podría capturar el Sol de media noche. Ésa era la serie de fotos que terminaría mi labor. Me alojé en una posada, que era más bien la casa de una familia muy amable, con gusto por lo extraño y muy platicadora, que ofrecía techo y calefacción al viajero por poco dinero. Supe esto de todos ellos menos de la hija más pequeña, que todavía no hablaba inglés; pero de ella se le sospechaba en la risa sigilosa que le brotaba de mirar al extraño invitado.

Salí, pues, a que me asombrara el objeto de la naturaleza que yo había estudiado años atrás. No es muy sencillo tomar al Sol de media noche una fotografía que valga la pena. Durante el día polar, el Sol parece estar a punto de irse, y de pronto, se deja seducir al fin por la deferencia nórdica que con tan buen humor le celebra todas sus virtudes en verano. Se acomoda entonces postrado cerca del horizonte, para quedarse allí toda la noche hasta el alba y volver a coquetear con los lugareños al venir del crepúsculo del día siguiente, y volver a dejarse convencer. Primero amenaza metiendo los dedos de los pies al agua, pero no quiere entrar: es parte de la simulación para que lo deseen de vuelta; y ya entonces regresa risueño. Es un día que dura meses. El fotógrafo quiere resaltar el atardecer que no anochece, quiere destacar los colores fogosos del corazón vacilante del Sol en el instante en que cede al cortejo. Me senté esperando, observando en una calma que hacía tiempo no sentía, y esperé más. Esperé horas, sin darme cuenta de cuánto pasaba. Así me mantuve alerta, listo para capturar el instante coloreado que anhelaba, pero nunca llegó. El Sol estaba cerca del horizonte en una clase de tarde blanca y triste, nada más. Las nubes grises y el cielo silente parecían acostumbrados a la rutina, y el Sol no se movió. No hubo cortejo. No hubo reconsideración. Vi más bien a un Sol cansado, olvidadizo, que se detiene un momento a tratar de recordar a dónde iba sin lograrlo y que cuando se da cuenta, ya empezó el día siguiente. Vi un Sol que trabaja caminando con una ansiedad que no termina.

El reloj me indicaba que ya habían pasado horas desde que empezó la noche, así que tomé una fotografía, y otra, y otra, para no quedarme con las manos vacías. Ajusté mi cámara todo lo que pude para aparentar la potencia volcánica de un color anaranjado que a mis ojos era más el amarillo de la mostaza detrás de un velo blanco, para que el Sol pareciera querer abrasar la tierra gélida. Fingí una visión de seducción cuando lo que yo veía en realidad… En realidad, me pareció monstruoso. Era como el insomnio de la fiebre. No me dejaba pensar. Una clase de mareo me cimbró al ver la hora, y observar allí detenido, inerte, al Sol. Gris. Y todavía no lo puedo explicar, pero después de una hora de mirar, lo único que sentía era un profundo arrepentimiento. Ni siquiera estaba seguro de qué me arrepentí. Traté de reponerme y olvidarlo, y al final conseguí que una de mis fotografías hiciera ver al Sol como yo había venido a mostrarlo. Ése es mi trabajo, después de todo: quien disfruta la fotografía puede experimentar la visión sin verla nunca. Me costó trabajo, pero la familia en Bodø y el regreso de mi viaje me tranquilizaron poco a poco. Nunca antes había hablado de esta experiencia, y creo que no lo haré de nuevo. Volví a casa y cuando monté la exposición, meses después, fue todo un éxito. La siguiente será todavía mejor.

Pocas nueces

Digamos que la palabra no es un medio para ser feliz
— Nacho Vegas

Tal vez parezca exagerado pensar aunque sea un solo instante que en esta acción tan mundana y necesaria llamada respirar nos estemos jugando la vida a cada instante. Sin embargo, y a pesar de lo que nos gustaría admitir a muchos, no se acerca ni por poquito a ser una exageración, es tan verdadero como la verdad misma del Siddhartha de Hesse. No lo digo en el sentido pasivo y distante en el que algún día nos fallará el sistema respiratorio y al no poder proveernos a nosotros mismos el tan vital sustento, terminaremos la cuenta de nuestras horas de tedio. No, en esta ocasión quiero referirme a un momento más inmediato, más real y mucho más violento. Con cada respiración, estamos jugándonos la vida apostándole a la calaca a que nuestra saliva no extraviará su camino. Nuevamente podría parecer exagerado, pero, yo me atraganto con mi propia saliva mucho más de lo que me gustaría y en cada una de esas ocasiones tengo al mismo tiempo la misma incertidumbre de no saber si podré volver a respirar, y ese profundo sentimiento de resignación que precede a los momentos donde uno pierde genuinamente la esperanza.

A este singular riesgo de morir en cualquier momento, podemos agregarle otros tantos ejemplos igual de fantásticos como de cotidianos. No lo haré, la razón es sencilla, no tengo la intención de alarmarlos, de ponerlos un tanto paranoicos a todo momento o de vivir una vida como si fuesen un poeta trágico. Tampoco, ya se habrán dado cuenta quienes me leen con cierta regularidad, o quienes me conocen en persona, que mi intención dista mucho de ser una mera siembra de consciencias, como las que ejercen esos ingenuos muchachitos bárbaros que se hacen llamar animalistas, o los veganos, o los que andan en bici, o los que no tiran basura en la calle, o los que gustosos separan su basura en orgánica y no orgánica sin chistar por estarle haciendo la chamba a los basureros o a los pepenadores. Les envío un afectuoso saludo a todos los granjeros de la consciencia, y les deseo de corazón que puedan cambiar el mundo. En fin, la intención que tengo, una vez más, es completamente egoísta, y nace de un pensamiento, hasta cierto punto secreto, acerca de nuestra propia finitud. ¿Qué podemos hacer contra la muerte? Es una pregunta seria, tal vez podría ser incluso la única pregunta que valga la pena plantearse y buscar darle una solución como si nuestra vida dependiera de ella. Lamentablemente esta investigación todavía me sobrepasa, por más que quiera, no he podido hilar muchos cabos sueltos, ni siquiera he podido encontrar algún tipo de consuelo en la palabra.

Una manera que tenemos de combatir la necesidad, sea ésta la última y definitiva de nuestras vidas, o la cotidiana sustento de ellas. Es sencillamente desahogarnos. No necesitamos hacer mucho, aunque siendo sincero, no creo tampoco que tengamos mucho espacio hacia dónde correr. Aquí no viene uno a inventar la rueda, por más ingeniosos que seamos como mejicanos (sí, somos bien ingeniosos, mucho muy, qué orgullo), jamás nos tocará la musa de un modo tan fantástico que logre nimbarnos a un nivel donde no necesitemos la palabra para romper con la necesidad y su tiranía. No sé por qué pasa esto, y si me quieren aceptar que me ponga muy romántico, diré que es la razón la que es innegablemente libre y es a través de su expresión la única manera que tenemos de atraer esta cualidad del ser humano a nuestras vidas. Pueden creerme, pueden estar de acuerdo como se está uno de acuerdo con los memes que vemos en las redes sociales, o pueden sentirse listillos e ir un paso más allá, donde no llega la gente de a pie y alegar acerca de que la libertad no es otra cosa que un invento de los franceses para que aceptemos nuestra condición humana sin chistar y nos volvamos autómatas hijos malcriados del capitalismo. Cualquiera que sea su postura, cualquiera que sea el cuento que se cuentan o el modo en el que toman para ustedes mismos lo que les vengo proponiendo aquí, no es muy importante. Lo que importa es la acción, el tratar de darnos una razón, aunque ésta sea la cosa más forzada e imposible que podamos imaginar. Que el gobierno está coludido con el Chapo Guzmán y todo su escape y recaptura es un montaje para ocultar al verdadero Guzmán Loera en su mansión pitcheada por el mismísimo gobierno. Bien, está chido tu rollo, chavo. Que comer productos provenientes de los animales nos hace seres primitivos porque nuestra consciencia ya está en un punto mucho más elevado que el de nuestros ancestros porque nosotros somos homo videns y nacemos sin muelas del juicio. Chido por dos, chavo. Me da gusto que te enroles de militante en cosas “que importan”.

En fin, dejando a un lado los movimientos sociales del poliamor y sus repercusiones en el gobierno canadiense que se muestra más protector con las parejas del mismo sexo que con las comunidades de amantes, quiero decirles que es imposible detenernos. Los mitos son un quehacer necesario, tan necesario como la mismísima muerte, porque es la palabra (la poesía) la única con el poder de hacernos olvidar nuestro fatídico destino aunque sea un poquito. Tengo claro que no todos tenemos acceso a la poesía, y aunque me pese darle la razón a cierto grupo de intelectuales, la gran mayoría de las personas no tenemos la educación suficiente como para poder refugiarnos en los textos de Nicanor Parra y su Olvido o en los de su hermana. No tenemos siquiera la educación como para que puedan proyectarnos Lucifer en la Cineteca Nacional (bueno, siempre sí terminó mostrándola, pero la censura primera no estaba errada), sin embargo, todos como seres humanos tenemos la necesidad de contarnos uno o miles de cuentos, como si fuésemos Sherezadas con capacidades distintas, tratando de distanciar con nuestra narrativa a un futuro que inevitablemente nos alcanzará. Es por eso que necesitamos de los periodistas, aquellos hombres de letras perdidos en un mundo que no les regresa el favor que ellos le hacen. Necesitamos involucrarnos en chismes, en trending topics, en movimientos sociales en contra del maldito gobierno opresor, en esas protestas absurdas a las que convocan los nuevos radicales mexicanos, esas que funcionan básicamente leyendo en el zócalo capitalino para demostrar que estamos en contra del presidente y a favor de los imbéciles. No estoy muy seguro de cómo decir lo que quiero decir, solo sé que cualquier arma, por pequeña, vulgar, sosa, lela y aburrida que sea, que podamos usar como salida trasera para escapar de las garras de la muerte, es bienvenida. ¡Que viva el discurso, que muera el silencio eterno!

Amistad y progreso

Amistad y progreso

 

La cultura del progreso usa la reflexión de Aristóteles sobre la amistad para justificar el progreso personal. La versión más difundida de la reflexión aristotélica de la amistad supone que la relación entre los tres tipos de amistad es progresiva, y que es mejor persona quien es amigo del tercer tipo de amistad que quien lo es respecto de los otros dos. Obviamente, al plantearse como un cambio progresivo se explica con facilidad que la amistad inicialmente se origine en un interés, que el interés involucre paulatinamente al gusto y que el gusto cuaje tarde o temprano en virtud. Evidentemente, el progreso amistoso que así se explica es considerado siempre verdadero por genuino, pues lo que mueve a amistarse es el interés –que no un interés por lo bueno-, y el fin es siempre bueno por considerarse virtuoso –que no virtuoso por ser bueno-. El progreso amistoso es el perfil público del progreso personal. El progreso amistoso que termina en la amistad virtuosa supone la excelencia moral del progreso personal. En su discurso, no es malo ser un interesado o hedonista, siempre y cuando el interés y el placer conduzcan tarde o temprano a la configuración de una virtud compartida, de un grupo que genere los valores de su propio ideal moral. Y no hay agrupación, por pequeña que sea, que no crea que lo que hace es de algún modo bueno. La amistad del burgués genera la moral del intelectual.

La confianza necesaria para sostener el progreso personal se presenta en la amistad como esperanza de superación y perfeccionamiento de los amigos. Se superan los problemas concomitantes a la amistad en la medida en que los progresistas se van haciendo más amigos. Se van perfeccionando mutuamente los amigos en la medida en que van colaborando en la empresa amistosa. El tiempo es el aglutinador de la amistad, el catalizador de la excelencia. La amistad virtuosa es para ellos una prueba del tiempo; el resultado es un galardón de su excelencia: se han sabido hacer de una amistad virtuosa. La amistad vale, primero, por el tiempo invertido; de ahí que quienes van dejando de ser amigos apelan primero a todo lo acontecido que a si la amistad es buena. La amistad vale, después, como capital rentable; de ahí que los amigos progresistas en problemas tengan una herramienta de chantaje. La amistad progresista vale por su contribución a la presunta virtud del individuo. La excelencia es aquí un fin temporal: se congratulan por lo que han llegado a ser, no porque sea bueno que sean. La amistad progresista tiene por fin nunca ser original; su valor está en el cambio.

Una amistad que vale porque suplanta lo que somos es una amistad incapaz de renovarse en sus fuentes. Una amistad que sólo vale por su capacidad para cambiar cierra la posibilidad de que la amistad se origine en el consentimiento de la existencia. La amistad progresista carece de fundamento metafísico (Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 23, a. 3: “los actos humanos son buenos en cuanto son regulados por la debida regla y medida”) y, por tanto, es necesariamente utilitaria –aunque en su discurso se asuma como virtuosa-. La amistad progresista, incapaz de refrescarse en el consentimiento de la existencia, supera sus dificultades en la negociación, en la suplantación interesada del bien por lo útil, en la política de la amistad que cancela la amistad política. Sin alegría por el ser, la amistad progresista es el consuelo de la soledad del astuto, un fraude siempre postergado, el abuso traicionero de quien no sabe ser amigo.

 

Námaste Heptákis

 

Los desaparecidos. Ya se han cumplido 17 meses de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. El pasado 21 de febrero el GIEI declaró que investigar el posible tráfico de drogas explicaría el caso de los desaparecidos de Ayotzinapa; así se sugirió aquí, a partir de la información de Héctor de Mauleón, desde el 25 de octubre de 2014, a un mes de la desaparición. Además, el GIEI señaló como incorrecta la filtración de declaraciones a los medios (que no son filtraciones, sino la versión pública del expediente a la que todos podemos acceder), pues por ella el GIEI no puede hacer correctamente su trabajo, ya que lo exponen a «ataques y difamaciones»; obviamente, los dueños absolutos de la verdad no quieren hacer una investigación pública.
Por otra parte, ya se cumplió un mes de la desaparición forzada de cinco jóvenes en Tierra Blanca, Veracruz, y no hay nuevos datos sobre el caso. Ayer, en entrevista con Ciro Gómez Leyva, el padre de uno de los desaparecidos comentó que esperaron durante dos días a los funcionarios federales que habían prometido ir a presentar los avances de la investigación, y los funcionarios no llegaron. Quizá la semana siguiente algún funcionario tenga a bien darse un tiempo para informar a los desesperados familiares. Los desaparecidos no deben ser olvidados.

Escenas del terruño. 1. Hace dos semanas sugerí aquí la lectura de Jean Meyer para poner en perspectiva el encuentro del Papa Francisco y el Patriarca de todas las Rusias Cirilo. El pasado 21 de febrero Meyer reflexionó sobre el encuentro en las páginas de El Universal. 2. Ricardo Alemán advierte sobre el robo de un municipio en Yucatán. 3. El próximo miércoles 2 de marzo se cumplen diez años de los hechos por los que Diego Santoy Riveroll se encuentra en la cárcel. Interesante que sigue sin aclararse el intento de homicidio que Santoy padeció dentro del penal de Topo Chico, así como el asesinato de su abogada. El caso de Santoy fue, quizás, el primero de la costumbre actual de juzgar en los medios de comunicación y ratificar la sentencia en los juzgados. 4. Continúa la censura a Joaquín López-Dóriga y nadie se ofende. 5. Interesante artículo de Luis Linares Zapata sobre lo que él llama «rebelión de masas estadounidense». 6. En entrevista con Denise Maerker el pasado 26 de febrero, el ocurrente Vicente Fox declaró: “Cada uno de mis chascarrillos son muy bien pensados, no son ocurrencias”. Levante la mano el que se lo crea.

Coletilla. «Un país que camina sobre cementerios clandestinos podría poner atención a una idea primordial: nadie es desecho, todos somos necesarios». Jesús Silva-Herzog Márquez

El manto del misterio

El manto del misterio

Tenemos un serio obstáculo para pensar en las vírgenes. El obstáculo no es lo extraordinario de su apariencia, pues ese carácter siempre lo han tenido (por extraordinario no me refiero a imposible de creer). El obstáculo tampoco es lo ordinarios que somos. El obstáculo más grande es que nos empeñamos en entenderlas con palabras etéreas, que el significado de la virginidad ha rebajado a la interpretación más sencilla el acto de la concepción inmaculada: para nosotros la pureza significa no someterse al imperio del sexo. Nos parece que el milagro es tan increíble como el nacimiento sin pecado, pues lo traducimos como mágico, poco recurrente, casi ininteligible. La castidad se vuelve, por otro lado, castigo, látigo y tirano de los impulsos naturales.

Ya he hablado de la castidad en otra ocasión, y hasta ahora he visto que el tema no estaría bien tratado sin unas palabras dedicadas al misterio de la virginidad. El acercamiento a ella por la vía de lo natural conlleva un riesgo constante de engaño. Nos lleva a pensar que necesitaríamos ver algo sobrenatural para creerla cierta. Al menos sucede así cuando por natural nos referimos a la materia, a los movimientos visibles y abstractos del cuerpo. No encontramos nada enteramente puro y perenne en este mundo: todo tiene un tiempo que ha de ser cumplido, una serie de momentos que desembocan en la corrupción. Vemos a María como un invento necesario para la religión, de alto vuelo moral, pero no pasamos de sentirla un mito, debido a esa experiencia.

El nacimiento de Jesús es único, según se narra, pues, efectivamente, nada humano puede nacer sin el pecado de la carne previamente cometido. María no da a luz en términos meramente humanos, según el relato; incluso se le anuncia la concepción por un mensajero divino. ¿Qué sucede si el nacimiento es un anuncio para el lector del evangelio de lo que es la fe, más allá de aceptar lo increíble? No podemos olvidar que el fin de la narración es que notemos que Dios viene en forma humana, y que esa misma venida en aspecto humano es el medio de la salvación. María es la Virgen por antonomasia, y en su vientre se esconde el fruto bendito del amor. Entender su concepción es aventurarse a entender cómo la salvación viene por el amor mostrado en la encarnación.

Quien no ha visto el pecado de la carne, no podrá entender la virginidad. Y el pecado de la carne no se llama sexo simplemente. La imagen de María es parte vital de la fe y el amor. Por medio de ella sabemos que el amor más evidente (el de madre e hijo) está impregnado por la pureza del amor cristiano. Por eso la virginidad no es sólo doncellez. Por eso el pecado de la carne va más allá de menospreciar lo “natural”. Jesús está limpio de pecado, pero aun así se hizo carne, perecedero, como lo muestra mejor que nada la tragedia de la cruz. Si el cristianismo es búsqueda de asemejarse a la virtud del Señor, la virginidad es el paso para librarnos de creer que el milagro es antinatural, que el amor bajo el manto de María es el perdón de los pecados. El amor cristiano mira cómo amar el bien es lo más natural, y la fe pide de creer en la virginidad, pues es ella muestra de cómo la encarnación eleva lo material. La pureza de la Madre es necesaria para el cristiano, porque por ella llegamos a ver que el amor a Dios es lo más alto. María es la madre de Cristo, y de aquel que quiera acercarse al Señor. Por eso el argumento de la naturaleza nada rebaja la grandeza de las vírgenes.

¿Quién recibirá el Verbo, a quiénes revelará el hijo su identidad que no puedan entender la virginidad en la cual se gesta ese fruto que es el Señor? Podemos cuestionarlo desde nuestra posición sobre lo natural. Lo más fácil es pensar en que la virginidad es inasequible, por el modo en que sabemos de las mujeres que nos rodean. Es decir, la virginidad, decimos, es una experiencia poco común. He ahí el error: cuando uno espera experimentar la virginidad de ese modo, ya dio un paso en falso. No se puede buscar la limpieza del pecado en el pecado mismo. Si necesitara de investigarlo así, en cada mujer, el ejemplo de María perdería todo su sentido. El punto de la fe en la encarnación por la virginidad es que no necesite ese tipo de corroboraciones experimentales. La virginidad y las virtudes están asociadas. Sólo aquel que sabe que María es muestra de la conexión entre la limpieza y la gestación, sabe que para recibir la verdad, hay que merecerla. Sabe que el pecado carnal abunda, pero que precisamente por ello debe esforzarse por no darle pie. Sabe que lo que guía su deseo por los hermanos y hermanas es el amor a Dios. Juzgar a la luz de la virginidad se convierte en un fariseísmo cuando sólo nos decepcionamos de que el mundo no es de la estirpe de María. No podemos tirar la piedra, y ya sabemos por qué.

Tacitus

El insoportable y espectacular fenómeno de la indiferencia

¡Cielos de lo mismo!

Perderse en lo mismo.

Encontrarse en lo mismo.

Gabriel Zaid

Aunque suene paradójico, la indiferencia ha sido de lo menos indiferente en nuestros días. Cotidianamente solemos tener experiencia de ella, en ocasiones parecemos ensordecer por la costumbre. Recargamos la cabeza en la ventanilla del carro y vemos cómo todo se esparce perdiendo su composición. Los sitios comunes pierden su interés y no volvemos a voltear a los mismos comercios, árboles y esculturas que confiamos permanecerán. Así llegamos a vivir, dedicando toda nuestra concentración a ocupaciones productivas y minorizando la prioridad por las que tomamos por ociosas (no habría que sorprendernos por que aparecieran pequeñas rebeliones que defiendan la vida extraordinaria y denuncien que la cotidianidad está sumergida en el sopor). La indiferencia no sólo aparece con discreción, también se hace explícita en los recintos universitarios. Varios académicos la estudian con minuciosidad, su influencia e importancia, incluso al grado de asumirla como originaria en el hombre.

La dramaturgia ha servido para representar situaciones humanas y en este caso no es la excepción. En Esperando a Godot encontramos el fenómeno señalado. Los personajes principales, Estragón y Vladimir, parecen cascarones humanos. Careciendo de bravura, el aburrimiento los alcanza y no hallan qué hacer para soportar la espera (sí, la espera del personaje mencionado en el título). Ni siquiera discusiones teológicas en torno a la existencia de Dios o la salvación de un condenado satisface el aburrimiento de los personajes. Rápidamente se fastidian de lo que conversan y vuelven a la misma indiferencia por todo. Las indagaciones hechas por palabras o los mismos sentidos no son suficientes para complacerlos o inquietarlos.

Curiosamente ambos personajes se asemejan al árbol en la escena, el vegetal que permanece mientras el día concluye. Estragón y Vladimir se mantienen vivos por la expectativa, son hombres que sólo están ahí mientras arribe Godot. Tal hecho no impide que el tiempo avance, justamente cada acto termina en el reino de la noche. Los protagonistas se ven conducidos —¿o arrastrados?— por la espera. Su indiferencia a otros propósitos resulta tanta que se vuelven impotentes para librarse de ese siniestro camino: no se atreven a colgarse por si acaso ese hombre inexistente llega al encuentro. La cita con Godot resulta un pendiente mayor, incluso, a su misma voluntad.

En varias escenas ambos personajes se enfrentan a la incertidumbre por lo que hay en sus sombreros, zapatos o bolsillos. Repetidamente observamos cómo hurgan sin encontrar nada o algo inesperado. Por ejemplo, ante el reclamo de hambre de Estragón, Vladimir cree darle una zanahoria cuando éste recibe un nabo. Poco después discuten si es mejor o peor acercarse al final de la verdura naranja, nuevamente el aburrimiento y tedio evapora la conversación. Sucede lo mismo en escoger qué comer, Estragón se frustra ante el rábano negro ofrecido y Vladimir afirma que esto cada vez tiene menos interés. No se detienen mayor tiempo para distinguir entre la piel áspera y salada de cada rábano o confrontarlo con la dulzura leve de la zanahoria. En ese sentido da igual quien pueda satisfacer el apetito, no vale la pena dilatarse por reconocer o curiosear las verduras en el bolsillo.

Cualquier acción humana es insuficiente para soportar el transcurso del tiempo. Mientras el día avanza la vida de los personajes se vuelve un sinsentido. ¿Para qué saborear, abrazar, conversar o dialogar? Ninguno acorta la espera de ese evento último. En una escena hasta el mismo ejercicio intelectivo queda desacreditado como vano e inútil. Acatando la orden de pensar, Lucky teje frenéticamente un soliloquio que termina por desesperar a sus oyentes. Quizá la historia del pensamiento sólo sean discursos que nos maquillan la tragedia de Godot. El siervo sería afortunado por tener este secreto, bajar la cabeza para hacer la desgracia inadvertida. ¿Y si la existencia no fuera motivo de indiferencia? ¿Si no estuviera cubierta bajo la neblina grisácea? En dado caso no cabría fastidiarnos o hartarnos por la vida, sino elogiarla.

Bocadillos de la plaza pública. Llama la atención una cifra revelada por el presidente del Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa. Participando en un foro acerca del nuevo Sistema Nacional Anticorrupción, señaló que en juicios por corrupción «el 51.33 por ciento lo gana el particular. El 48.67 por ciento lo gana el Estado» (Reforma, 8,092). Esto significa que poco más de la mitad de funcionarios enjuiciados por el delito de corrupción han librado sus acusaciones. Frente a esta cifra cerrada, queda una pregunta en el aire: ¿cuál de las partes tenido mayor éxito y destreza para defender sus intereses?

II. Otra declaración que llama la atención  vino de boca del gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo. Sí, en el mismo evento esperado donde el presidente volvió a pisar Iguala, el gobernador guerrerense mencionó lo siguiente dentro de su discurso: El estado de Guerrero no está postrado, siempre y desde siempre ha estado de pie, no lo abate la pobreza, ni la tragedia. Hoy son otras batallas. Encontrar a Guerrero siempre en los indicadores más bajos de pobreza y educación, extorsión en obras de Chilpancingo (como otras donde ni los españoles se salvan), asesinatos casi diario en Acapulco hacen que no cantemos victoria tan rápido.

III. Universitarios, habrá que estar pendientes de un problema añejo en la UNAM, uno que estalla de vez en cuando como hoy en la mañana.

Señor Carmesí

El mal en la guerra

Hay guerras que se luchan cada día: algunas son en un campo de batalla y contra enemigos amenazantes y desconocidos; otras hacen de ciertos lugares campos y de ciertas personas enemigos; unas más, las más duras, hacen del pensamiento el campo de batalla y de uno mismo el enemigo más encarnizado.

Sin importar con quien o dónde se libren esas guerras, algunas se pierden con gozo y otras se ganan llorando, ninguna victoria trae paz y siempre queda algún sabor amargo. La ausencia de paz es la constante en la guerra, la violencia se extiende y la libertad queda fuera. Todo se enturbia y lo bueno se torna indeseable, al tiempo que lo malo se muestra cada día más apetitoso.

En la guerra siempre es difícil reconocer como real enemigo al pecado, el orgullo nos ciega, y nos pierde de nuevo en el oscuro campo de batalla en el que cada día nos encerramos más. No vemos el sufrimiento que en el corazón cargamos y el amargo sabor de la lucha ya no nos resulta extraño.

El mal habita en el corazón del hombre, de él emerge y en él se nutre. Culpar a otros por el mal realizado es no ver lo que somos; mientras que pensarnos como meramente malos es absurdo, en tanto que somos seres que actuamos siempre con miras hacia algo que en algún sentido como un bien consideramos.

Sólo viendo al mal sin olvidar que el bien buscamos reconocemos la salvación de la que necesitamos. Para encontrar a Cristo es menester sabernos hombres, sabernos caídos y sabernos dignificados, que no es lo mismo que merecedores, como bien pueden pensarse los ingratos.

Maigo

Robando palabras

En mis múltiples investigaciones citadinas, cuyo principal marco de estudio es el STCM (mejor conocido como el metro), he notado una fanática renuencia a hablar. Ahí la interacción humana funciona a base de gestos y empujones de diversa y variable magnitud; exceptuando a los amables vendedores, gente dispuesta siempre a la charla. El ruido del transporte mismo, el cansancio colectivo o el individuo enorme compuesto por las almas de todos los usuarios convierten a ese lugar en un sitio muy poco conveniente para charlar. Los usuarios del metro en su tumultuosa interacción se ven obligados a practicar una hermenéutica corporal que les indique cuando conviene empujar quedamente, muy fuerte o verse impelidos, después de una tortura interna, a pedir permiso con palabras. Lamentablemente los gestos y empujones son habitualmente mal interpretables y mal interpretados, lo cual provoca innecesarias agresiones. Por el contrario, he notado que el uso adecuado de las palabras suscita la buena convivencia.

La renuencia colectiva a esforzarse por hacer un buen uso de las palabras nos vuelve presa fácil de los depredadores, de quienes sí saben usarlas y las usan con astucia. El engaño, esa práctica de afilar las palabras, sólo es posible sobre quienes renuncian a entender en toda su complejidad la realidad, pensarla y explicarla. Tampoco es sorprendente que no entendamos las ideas complejas de un libro cuando queremos engañarnos o no podemos autocomprendernos, es decir, cuando fingimos que entendemos dichas ideas o que nos entendemos, sea por vanidad o porque las acomodamos a las ideas que sí nos gustan. No es raro, pues, afirmar la inefabilidad de los sentimientos humanos más complejos.

El STCM nos sirve principalmente de transporte, por lo cual no vemos importante el disponernos a una buena convivencia en ese lugar. Pero la buena es inherente a todo hombre que quiera ser hombre, del mismo modo como le es inherente el perfeccionar su lenguaje. No sólo se trata de hacer un uso perfumado de las palabras, sino de entenderlas, querer explicarlas y querer entenderse.

Yaddir