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Tomé cuatro o cinco taxis durante una semana de regreso volviendo del trabajo con dirección a casa. Los días no se hacían más interesantes, y mi ansia por reencontrarme con mi amante prohibida de aquella manera que no dejaba de paladear desde que fue concebida, me hacían sobrellevar bastante bien los meses que ya llevaba de su ausencia. «A Blaze of Glory» le llaman los gringos a aquello que yo me proponía lograr, todavía no sé cómo, sin embargo, me emocionaba la idea de hacer algo discreto que, de salir bien, pudiera repetir para mí mismo en más de una ocasión. Hay quien dice que la prohibición le da mayor sabor a las cosas betadas, que ése es el secreto del éxito de las drogas, así como lo fue del alcohol durante la prohibición gringa y lo es ahora que la pedofilia está tan mal vista. Yo digo que quien dice eso, nunca ha sido un fumador o nunca ha dejado el cigarrillo por más de unos meses. Desde que dejé de fumar no hago otra cosa que pensar en él, en lo bien que me caería una bocanada de tranquilidad a cualquier hora del día. Claro, cabe aclarar que lo mismo pensaba mientras fumaba con regularidad. Verán, creo que el cigarrillo y el deseo que despierta, es siempre el mismo, igual de intenso, igual de peligroso y repulsivo a la vez.
A los primeros taxis que abordé, entre charlas les saqué el tema de que quería comprar una pistola, uno de ellos me contó como había salido hace poco del reclusorio y que lo estaban buscando para matarlo, añadió que si yo conseguía un arma le llamara a su celular para que él comprara una también, me dio una tarjeta y ofreció ser mi chofer en un futuro si le hacía yo ese favor. Por supuesto, le llamé después de conseguir mi .22. Otro de los taxistas me sugirió una idea un tanto descabellada, según él, si tenía el suficiente dinero, podía conseguir servicios desos que realizan a las que ahora se les llama escorts. Me dijo que con una buena suma de dinero podría conseguir a una chica armada, me dio la dirección de un burdel allá por Satélite y se dedicó a hablar del partido de fútbol que acontecería el siguiente fin de semana, lo borracho que se ´ndría y lo molesta qu acostumbra ponerse su mujer por no recibir más que indiferencia de su parte y de la de sus compañeros de juerga durante dos horas enteritas que dura el juego. Descartando los cuentos que los demás taxistas me dieron gratis para amenizar el viaje, cuentos donde ponían en riesgo su vida realizando su trabajo, donde exponían con detalles toscos las conspiraciones del gobierno o las soluciones a la devaluación del peso frente al dólar; ninguna písta me sirvió más que la del burdel. No tenía mejor plan hasta el momento y no podía resistirme a la idea de que lo que estaba gastando en taxis sin provecho, bien podía invertirlo en una escort o dos. Así que el viernes de aquella semana decidí hacer una escala en la Casa de la Chela. Llegué pasadas las diez de la noche, la mayoría de las chicas todavía estaban desaliñadas, pero ya estaban dando servicio. Toqué la puerta al llegar y un tipo de traje, bien vestido y con cara de modelo me abrió la puerta de mala gana, me dijo que qué deseaba y yo le contesté así sin más que echar un polvo. Quitó el candado de la reja que daba a la calle y me invitó a pasar. Una vez adentro el cuate se mantuvo en la entrada mirandome en espera de que yo intentara algo indebido, algo como robarme un jarrón desos que había en la sala de estar y que se veían tremendamente finos, o que lo cargara y arrojara sobre la paré en un arranque de furia y ansiedad ciega, para así, ser sacado del lugar a golpes y terminar en la acera obligando a mover mis tullidos brazos para encender un pitillo que nivelara la adrenalina del momento. Yo no hice eso, jamás haría algo así, muy a pesar de lo que hubiera complacido a mi imaginación, logré contenerme y esperé a que la Chela (así se presentó ella misma) me ofreciera a las chicas disponibles. Desfilaron una a una (después deque La Chela aplaudiera un par de veces) con muy poca ropa frente de mí en la sala de espera. Le hice saber, antes de elegir a la morena Alicia, que había acudido a ese lugar por recomendación de un amigo que me dijo que podrían complacerme con las fantasías más excéntricas que se me ocurrieran. La Chela asintió, pero me puso de condición que debía hacerme cliente del lugar para que pudiera confiarme la salud y bienestar de sus chicas (aún sin saber lo que yo pretendía). Me hizo la propuesta de que si yo volvía al menos otras dos veces antes de que terminara el mes, ella accedería a cualquier cosa que yo le pidiera. Yo acepté no sin antes decirle que me urgía y que si había un modo de apresurar las cosas, me lo hiciera saber, añadí, por supuesto, que el dinero no era problema. Ella soltó con sus penetrantes y cincuentones ojos grises, una de esas miradas que las mujeres emplean para desarmar a los hombres, antes de decirme que normalmente los que buscan acción muy específica ponen en riesgo a sus muchachas y que eso no le conviene a nadie. Alicia me sonrió lanzando suavemente un fino hilo de humo que se coló entre la comisura de su boca como una luz de esperanza, yo no tuve la entereza de seguir negociando mientras ella esperaba el inicio de su jornada.
La Chela me saludaba de nombre las últimas veces que fui a cumplir el trato. Las muchachas eran profesionales, pero el sexo no dejaba de ser tan monótono como el que se tiene en los matrimonios. No importa qué tan buenas o qué tan dispuestas están a dejarse hacer lo que se le hinche la gana a uno, a final de cuentas el tedio post coito termina por deslavar el sabor del placer. Antes de partir, una vez completado mi parte del trato, hablé con la Chela para darle las especificaciones de mi fantasía. Lo había pensado ya varias veces, durante el trabajo, durante la ducha o durante el sexo. ¿Cómo introducir una pistola en la fantasía sexual de un hombre sin que suene demasiado extraño? La Chela tenía razón en desconfiar, supongo que por experiencia, aunque no puedo imaginar qué tipo de trabajos le habían solicitado con anterioridad como para advertir a un cliente potencial que la vida de sus muchachas podía correr riesgo. Cavilé mucho, por aquellos días se me daba muy fácil y entretenía las ganas de fumar. Hasta que al fin terminé con algo menos zonzo que la fantasía de una mujer policía, al contrario, le pedí a la Chela que simulara un atraco, le dije que quería sentirme sometido por una chica hermosa (la Verónica era la indicada, ya para entonces le había echado yo el ojo) quería que fuera una suerte de ladrona que entrara al cuarto sin que yo me diera cuenta y a punta de pistola me obligara a poseerla. Ahora que lo leo, dicho de esta manera suena hasta más zonzo que la idea de una policía que llegara a arrestarme. Añadí que quería sentir el miedo de verdad, y que quería que me sometiera con una pistola real, de preferencia un revólver, aunque cualquiera que pudiera conseguir estaría bien, hice hincapié especial en que quería quedarme con ella después de la fantasía, para revivirlo una y otra vez, le dije también que, si gustaba, podía traerla descargada para garantizar la seguridad de la muchacha sugerí a la ladrona potencial (la Verónica, cómo deseaba que no se negara) y la Chela me dijo que sí. El precio por tal disparate no fue barato, como dije anterioremente, hubiera sido más noble para mi bolsillo haber seguido fumando. Me dijo que no podía tener armas de fuego en las habitaciones del lupanar, que si quería que se llevara a cabo, debía darle la dirección de mi casa, para que la Verónica me visitara acompañada de un guarura, para evitar que yo le hiciera daño. Con una sonrisa en el rostro yo le anoté la dirección en una servilleta y después de un sablazo a mi tarjeta de crédito, salí de ahí complacido y dando saltitos como un chiquillo.
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