El manto del misterio

El manto del misterio

Tenemos un serio obstáculo para pensar en las vírgenes. El obstáculo no es lo extraordinario de su apariencia, pues ese carácter siempre lo han tenido (por extraordinario no me refiero a imposible de creer). El obstáculo tampoco es lo ordinarios que somos. El obstáculo más grande es que nos empeñamos en entenderlas con palabras etéreas, que el significado de la virginidad ha rebajado a la interpretación más sencilla el acto de la concepción inmaculada: para nosotros la pureza significa no someterse al imperio del sexo. Nos parece que el milagro es tan increíble como el nacimiento sin pecado, pues lo traducimos como mágico, poco recurrente, casi ininteligible. La castidad se vuelve, por otro lado, castigo, látigo y tirano de los impulsos naturales.

Ya he hablado de la castidad en otra ocasión, y hasta ahora he visto que el tema no estaría bien tratado sin unas palabras dedicadas al misterio de la virginidad. El acercamiento a ella por la vía de lo natural conlleva un riesgo constante de engaño. Nos lleva a pensar que necesitaríamos ver algo sobrenatural para creerla cierta. Al menos sucede así cuando por natural nos referimos a la materia, a los movimientos visibles y abstractos del cuerpo. No encontramos nada enteramente puro y perenne en este mundo: todo tiene un tiempo que ha de ser cumplido, una serie de momentos que desembocan en la corrupción. Vemos a María como un invento necesario para la religión, de alto vuelo moral, pero no pasamos de sentirla un mito, debido a esa experiencia.

El nacimiento de Jesús es único, según se narra, pues, efectivamente, nada humano puede nacer sin el pecado de la carne previamente cometido. María no da a luz en términos meramente humanos, según el relato; incluso se le anuncia la concepción por un mensajero divino. ¿Qué sucede si el nacimiento es un anuncio para el lector del evangelio de lo que es la fe, más allá de aceptar lo increíble? No podemos olvidar que el fin de la narración es que notemos que Dios viene en forma humana, y que esa misma venida en aspecto humano es el medio de la salvación. María es la Virgen por antonomasia, y en su vientre se esconde el fruto bendito del amor. Entender su concepción es aventurarse a entender cómo la salvación viene por el amor mostrado en la encarnación.

Quien no ha visto el pecado de la carne, no podrá entender la virginidad. Y el pecado de la carne no se llama sexo simplemente. La imagen de María es parte vital de la fe y el amor. Por medio de ella sabemos que el amor más evidente (el de madre e hijo) está impregnado por la pureza del amor cristiano. Por eso la virginidad no es sólo doncellez. Por eso el pecado de la carne va más allá de menospreciar lo “natural”. Jesús está limpio de pecado, pero aun así se hizo carne, perecedero, como lo muestra mejor que nada la tragedia de la cruz. Si el cristianismo es búsqueda de asemejarse a la virtud del Señor, la virginidad es el paso para librarnos de creer que el milagro es antinatural, que el amor bajo el manto de María es el perdón de los pecados. El amor cristiano mira cómo amar el bien es lo más natural, y la fe pide de creer en la virginidad, pues es ella muestra de cómo la encarnación eleva lo material. La pureza de la Madre es necesaria para el cristiano, porque por ella llegamos a ver que el amor a Dios es lo más alto. María es la madre de Cristo, y de aquel que quiera acercarse al Señor. Por eso el argumento de la naturaleza nada rebaja la grandeza de las vírgenes.

¿Quién recibirá el Verbo, a quiénes revelará el hijo su identidad que no puedan entender la virginidad en la cual se gesta ese fruto que es el Señor? Podemos cuestionarlo desde nuestra posición sobre lo natural. Lo más fácil es pensar en que la virginidad es inasequible, por el modo en que sabemos de las mujeres que nos rodean. Es decir, la virginidad, decimos, es una experiencia poco común. He ahí el error: cuando uno espera experimentar la virginidad de ese modo, ya dio un paso en falso. No se puede buscar la limpieza del pecado en el pecado mismo. Si necesitara de investigarlo así, en cada mujer, el ejemplo de María perdería todo su sentido. El punto de la fe en la encarnación por la virginidad es que no necesite ese tipo de corroboraciones experimentales. La virginidad y las virtudes están asociadas. Sólo aquel que sabe que María es muestra de la conexión entre la limpieza y la gestación, sabe que para recibir la verdad, hay que merecerla. Sabe que el pecado carnal abunda, pero que precisamente por ello debe esforzarse por no darle pie. Sabe que lo que guía su deseo por los hermanos y hermanas es el amor a Dios. Juzgar a la luz de la virginidad se convierte en un fariseísmo cuando sólo nos decepcionamos de que el mundo no es de la estirpe de María. No podemos tirar la piedra, y ya sabemos por qué.

Tacitus

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