Flor amarga y luz escondida

Flor amarga y luz escondida

Hay sonrisas que nacen amargas

como el sol cuando sale y nada alumbra

por la espesura de la neblina encubridora.

Tras la obscuridad hay sol,

pero en estas sonrisas que nacen amargas

se mezclan el cáliz de dulzura

con la copa amarga que trae la añoranza.

Incluso el beso ofrecido con párvulos labios

sabe a hiel, mejor dicho, salino,

como si se besara la piel muerta de la nostalgia

que ya empieza a crecer en nuestro pecho,

y que abriéndose como flor entre la yerba,

va maltratando nuestros nervios con sus pétalos fragantes

de un adiós no pronunciado pero floreciente,

la verdad de nuestra separación sólo así duele,

sólo cuando no sabemos qué nos hiere.

 

Y en nuestros labios humeantes de ilusiones

que no serán jamás, las etéreas caricias de un suspiro

dibujan lo que es la sombra de una sonrisa que nace amarga

como el sol que no alumbra en las chimeneas de los imaginarios

labradores, que dicen ocuparse de la tierra

mientras van llorando por todas partes, haciendo fangosa,

peligrosa e inútil la palabra firme y abundante de la madre tierra.

Javel 

Telarañas

A veces parece, y hasta lo creemos y afirmamos, vemos que hacen falta una tormenta seguida de un brillante rayo de sol para que nos demos cuenta de la telaraña en la que vivimos.

Pero sólo es apariencia, porque no es la tormenta, sino la luz, la que nos deja ver el orden de los hilos que nos parecen sumamente enredados.

Maigo.

La materia de la escritura

                 Por el décimo aniversario luctuoso del brillante escritor Salvador Elizondo

Todo aquel que lee El Grafógrafo, de Salvador Elizondo, sabe que en ese texto se describe la consciencia que el escritor tiene sobre lo que escribe, es decir, se muestra la actividad del escribir en su estrecha relación del conocimiento sobre lo que se escribe con el recuerdo y la imaginación, la cual realiza un nexo con lo que aún no se ha escrito pero se está a punto de escribir. Esto, en términos generales, es lo que hace Elizondo en su brillante escrito. Pero sería injusto y perezoso quedarnos en esta generalización, pues el escritor describe su actividad haciéndola, desarrollándola, no sólo resumiéndola; por tanto, un análisis sobre El Grafógrafo debe ser hecho observando a detalle los pasos dejados en dicha actividad; ver las marcas del zapato que dejó la huella, el tipo de piso, cuánto pesaba quien pisó y hacia dónde pudo llegar. Además, el análisis ha de hacerse sin ser repetitivo.

El escritor sabe que se encuentra escribiendo. Él sabe qué se encuentra escribiendo. Las recomendaciones implícitas hasta este momento son evidentes: todo aquel que quiera escribir debe conocer sobre el tema a escribir, de lo contrario sólo estará rayando la hoja o llenando de bits su archivo. Quien escribe, también sabe cómo lo hace, es decir, sabe el tratamiento que le da al tema del que escribe y a las ideas subyacentes al tema; y sabe otras maneras de tratar el tema, las ve en general, pero sólo trata unas a detalle. Hecho lo anterior, recuerda lo que escribió, el tema, y cómo lo hizo. Nueva recomendación: se ha de checar lo que se hizo para repasarlo y mejorarlo, porque esto se puede hacer gracias a la memoria. Pero el revisar un texto no lo deja ajeno a una nueva revisión y a otra nueva revisión sobre la segunda y a decir los detalles sobre esa segunda revisión; el ver los errores, en la tercera revisión, de la segunda y de la primera, de la forma y del contenido, permite ver que esa actividad, la escritura, siempre se va desarrollando. Cada momento es diferente, pues, pese a estar unido con otro en un mismo texto, va mostrándole al escritor el desarrollo de su escrito, que tiene su base en lo que conoce y cómo va pensando eso que conoce. El reconocer la cercanía entre el pasado y el presente del escrito, detienen al escritor para que se fije en lo que escribirá. El escritor puede haberse figurado lo que ya escribió o figurarse que lo haría del modo como lo escribió, es decir, pudo vislumbrar lo que haría, de manera más o menos exacta, antes de hacerlo. Lo cual le permite escoger mejor lo que va a decir y el modo como lo hará, y las posibles correcciones que sospecha ha de escribir. Esto nos permite ver el momento previo a la escritura, cómo el escrito va cambiando a como se había pensado, y como, una vez hecho, se regresa al momento anterior. Tres momentos distintos, cada uno completo por sí mismo, pero incompletos cuando se relacionan. Última recomendación: un escritor nunca debe abandonar sus escritos.

Si lo anterior es cierto, podemos saber qué hacemos al escribir y no se nos escapa totalmente cómo se puede comprender nuestro escrito. El buen escritor se realiza pensando a detalle, poco a poco, en la actividad de comprender lo que está escribiendo, comprendiendo cómo su actividad se ve involucrada con el pasado, su presente y el futuro, cómo sus capacidades intelectivas se reúnen en una hoja de papel. Quien hace esto es un escritor; los demás somos escribidores.

Yaddir

La cocina y sus recetas

Me contaba un cocinero que el regalo más grande que había recibido era un recetario. Se lo había dado su padre, también cocinero, y estaba hecho de cuadernitos y hojas unidas por clips, lleno de notas escritas a mano durante sus más de cuarenta años de preparar platillos en una fonda cerca del centro de la ciudad. Era su tesoro. Me relataba que por más que hubiera querido seguir las instrucciones paso a paso, casi nunca conseguía que sus platillos fueran tan buenos como los que preparaba su padre. Puede haber sido el sazón del recuerdo cariñoso, o podría estar diciendo la verdad. Tenía que hacer una labor muy ardua de interpretación. Entre la letra apresurada del señor, la pérdida de nitidez del lápiz y los viejos enigmas como la equivalencia actual del tostón de rábano, había mucho que podía salir mal. Por algo, de un modo o de otro, había escrito meticulosamente procedimientos, combinaciones, sugerencias y advertencias: esperaba que todas las indicaciones salvaran a un futuro curioso de tener que descubrirlo todo de nuevo.

Eso son los recetarios: legados de descubrimientos, mapas trazados para ahorrarle tiempo al aventurero, recordatorios para consolar al olvidadizo y además, salvoconductos contra el error. Son el trazo de un camino, y en ello disuaden de la exploración. Se les dice así a los recetarios, colecciones de recetas, por el latín recepta que nombra lo que uno recibe. Son, pues, el legado de quien espera que uno reciba todo lo que necesita para continuar, sumar más avances al camino señalado, juntarlo todo, y acrecentar el recetario. Cada nueva ocasión el actualizado amasijo de generaciones de cocineros haría al nuevo aprendiz un maestro entre ollas sin tizne y platos sin despostillar.

Y con todo, este cocinero me contaba que no alcanzaba al sazón de su padre. Todos conocemos a alguien que dice no encontrar versión mejor de cierto platillo que la que prepara tal o cual pariente suyo. No es una idea muy alocada: no cuestionamos demasiado que haya sabores que mejoran con un cuidado especial y un conocimiento para nosotros desconocido. Si tratamos de encontrarle sentido a esto, notaremos lo importante que es para el cocinero el descubrimiento. Para el bueno en la cocina los aromas y sabores no acotan, sugieren. La exploración está siempre imbuida de finalidad. El recetario no puede ser substituto ni de la curiosidad ni del empeño de esta hazaña. La cocina requiere mucha imaginación. Si en la cocina el indoctrinado puede privarse de la excelencia, ¿qué tan malo será creer la promesa del recetario moral?

Daimon

¿Has sentido ese ardor en el pecho que te quita el sueño y que ahoga los gritos de miedo envolviéndolos en su flamígero manto? ¿Sí? De verdad esperaba que no fuera así, de verdad esperaba que no hubieras escuchado ese llamado. Es el maldito canto de sirena que no lo deja a uno dormir, que lo arrastra por la lengua buscando satisfacerse en cualquier rincón donde pueda encontrar una hogaza de pan, no importa si es propia o ajena, lo que importa es acallar el canto. Sabes de lo que hablo, ¿no? Sabes que no escapamos de la guerra aun estando la ciudad funcional, sabes tan bien como yo que esto va más allá de lo que es justo o de lo provechoso, es una hoguera que exige ser alimentada con más deseo del que se podría exprimir de diez mil mujeres, una hoguera que nunca se apaga, que no encuentra reposo. La peor de todas las sirenas es la guerra, su canto suena en el corazón, no en los oídos y uno no puede ignorarla más que poniendo corchos, no de cera, sino de colesterol bien apretados, hasta que estés seguro de que éste ha dejado de latir, de desear, de exigir una satisfacción por lo que se desea. La guerra nace del deseo, ¿qué más da si es por algo ajeno o propio? ¿Quién decide qué es de quién sino el que lo toma por la fuerza o por la astucia y tiene modo de defenderlo? La guerra es como un cosquilleo, que muchas veces va creciendo como la marcha de un centenar de hombres que se acercan, otras veces se deja ver como las ruinas polvorientas y maltrechas de lugares que pudieron haber sido mejores, y otras, las más terribles, suena como un canto de sirena que proviene de tu mismo ser, un canto que no se calla jamás y que en el peor de los casos comienza a cobrar ritmo tan envolvente que hace mover a tu cuerpo a su compás de modo tal que otros se ven contagiados por ti, por ese movimiento que obedece a un sonido que retumba en los oídos de todos los hombres y que ingenuamente hacen como que no está, como ese sonido del silencio que taladra agudo los tímpanos de quien le pone atención. Es una verdadera pena que sepas de lo que hablo, esperaba encontrar más resistencia de una persona tan joven como tú. A pesar de mi edad, a veces me gusta imaginar que soy ingenuo y que aún hay muchas cosas que ignoro en esta tierra olvidada por Dios. A veces, en momentos de verdadero silencio, en los cuales no retumban ni los sueños con sus desconcertantes figuras, ni la muerte con su promesa eterna; es allí donde me gusta imaginar que me encuentro, alejado de todas las cadenas que impiden llevar a cabo mi voluntad, que, tal vez esté de más decirlo, no desea otra cosa más que no escuchar una y otra vez ese canto que no envejece, que seduce en su sempiterna primavera de odio. ¿Existe ese lugar? Seguramente te lo estás preguntando mientras miras tus manos chorrear de sangre, sangre que no te pertenece, o tal vez sí. No porque haya brotado de alguna de tus arterias o de tu boca. No porque haya nacido de la flor de tus encías ahora deshojadas. Tuya porque la reclamaste como tal, tuya porque defendiste tu deseo a reclamarla, porque trabajaste más de un día en silencio, sin decir una sola palabra de lo que tramabas a nadie, ni siquiera a ti mismo. Tal vez en aquél momento te parecía así de terrible, pero no por eso no retumbaba su fuerte voz en tu corazón, alentándote con promesas de mejores tiempos. Tuya, porque demostraste a esa docena de bultos que apenas conservan su humanidad y yacen allí tirados que no son otra cosa que carne de cañón, maderos que pertenecen a una hoguera muy grande que consume a toda la humanidad y que debe ser refrescada cada segundo con el frío aíre del que está compuesto este mundo. Sí, a mí al igual que a ti, me gustaría que existiera ese lugar, donde nada existe, ni siquiera el deseo. 

¿Por qué tienes lágrimas en los ojos? ¿No era esto lo que querías desde un principio? Los que te señalaron ya no tienen dedos, y los que aún los tienen ya no te señalan a ti, sino a ellos. No en tono de burla, sino con admiración y lástima que es peor. ¡Pobrecitos! Se dicen los unos a los otros, yo sé que puedes escucharlos casi como si estuvieras allí presente, como si en estos momentos en los que la sirena deja de cantar para comer; tú tuvieras genuina libertad, gozaras de tus oídos para escuchar otra cosa, las risas de los niños, los llantos de las viudas y los gritos de desesperación que se ahogaron en la sangre que reclamaste como tuya. 

Amistad y catástrofe

Amistad y catástrofe

 

Sin independencia ni coraje

no hay verdadera amistad.

René Girard

Probablemente puede compararse el fracaso de la política con el fracaso en las amistades; claro, de no ser porque el segundo de los fracasos es consecuencia del primero y porque la comprensión clara de uno no necesariamente nos ayuda a comprender el otro. Sí son comparables, empero, las resistencias a reconocer el fracaso y las esperanzas de que –al final- el fracaso no sea tal. De algún modo parece que nos preocupa más resistirnos al fracaso que resistir al fracaso, postergar el fin que esperar el fin, y –si acaso esperamos- esperarlo preparados a prepararnos a esperarlo. Probablemente no hay ya oportunidad del fracaso; el mayor fracaso.

El fracaso de la política tiene como consecuencia la necesidad de la violencia: violencia necesaria para los persecutores del orden, violencia necesaria para los detractores del orden, violencia necesaria como nuevo orden. El fracaso en la amistad tiene como consecuencia la necesidad de la paz: paz necesaria en el páramo íntimo de la amistad, paz necesaria en el futuro prometido de la amistad, paz necesaria como la nueva amistad. El fracaso en la amistad y de la política es su emplazamiento a imposibilidad necesaria. El fracaso en la amistad es la imposibilidad de disentir genuinamente, la continua postergación de las diferencias, la indeterminación recurrente de lo que hace aceptables nuestras vidas. El fracaso de la amistad torna imposible el consentimiento de la existencia.

Creo, sin embargo, que hay un único fracaso de la amistad en que el consentimiento de la existencia sigue siendo posible: la catástrofe. La imagen insuperable de la amistad que fracasa en catástrofe se encuentra en el Evangelio: Juan ante la Cruz. Los amigos se reconocen en el fracaso en la cima del Calvario. El fracaso político se encuentra en el éxito del imperio romano. El fracaso en la amistad se muestra en la ausencia del desconsuelo del amigo: Juan acepta no sólo que así debe ser, sino que así es porque así lo ha dicho el Amigo. No hay ahí aceptación del destino, resignación existencial o alguna de las expresiones del nihilismo; hay Revelación. Juan no existe en la libre aceptación del ser, ni se ordena desde la asunción autónoma del deber ser; Juan consiente la existencia en la Palabra. En el Gólgota Juan atestiguó que la Palabra se hizo carne. Juan consiente la existencia cuando todo lo demás es inconcebible, porque Jesús lo ha dicho. El consentimiento de la existencia que se perfila en la ausencia del desconsuelo se funda en la Palabra y se orienta a la esperanza. Juan espera más allá del proyecto porque Él lo dijo. No es la esperanza de Juan un cálculo racional de las posibilidades de éxito, no es anhelo de bienestar frente a la adversidad, mucho menos un afán supersticioso con alguna providencia; Juan atestigua la esperanza en el consentimiento de la existencia que es la muerte de Jesús. Juan lo sabe: la existencia desesperanzada es desencarnada. Por ello, ante la catástrofe y bajo la fe, Juan confirma la existencia en la caridad: mujer, aquí tienes a tu hijo; hijo, aquí tienes a tu madre. La caridad es el consentimiento de la existencia ante la catástrofe, y lo entiende el que sabe que la salvación nunca fue necesaria. No podemos salvar nuestras amistades.

Námaste Heptákis

 

Los desaparecidos. Hoy se cumplen 18 meses de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. En la semana, el subsecretario de derechos humanos de la Segob, Roberto Campa, comentó que se realizará una evaluación psicológica a los familiares de los normalistas para establecer la reparación del daño. Ayer, Felipe de la Cruz declaró en radio que no van a aceptar el ofrecimiento de la reparación del daño, pues lo que quieren es saber qué pasó con los desaparecidos. Quizás estamos ante un problema señalado aquí desde el inicio del conflicto: ¿es posible la justicia donde no hay política? Es momento que el perdón sea innegable.

Por otra parte, ya se cumplieron dos meses de la desaparición forzada de los jóvenes en Tierra Blanca, Veracruz. Sobre el caso no se presentaron avances en la investigación durante la semana.

Los desaparecidos no deben ser olvidados.

Escenas del terruño. 1. La lucidez no toma vacaciones, aquí la imprescindible opinión de Jesús Silva-Herzog Márquez en torno a la posición de Miguel Ángel Macera frente a la contingencia ecológica. 2. Alejandro Hope advierte sobre los inconvenientes de la propuesta de hacer de Guerrero un productor legal de opio. 3. Relevante la investigación presentada durante la semana en El Universal, acerca de los feminicidios en Jalisco. Aquí la primera parte y aquí la segunda. 4. El próximo lunes 28 se cumplen 5 años del asesinato de Juan Francisco Sicilia. El poeta conmovió al país y los paisanos desconfiaron del poeta. Y el infierno se nos hace cada día más grande.

Coletilla. Recordemos a Salvador Elizondo en su décimo aniversario luctuoso. Comparto el poema «Sensación».

Queda el recuerdo;

se pierde el acto;

queda tu beso,

mas no tus labios;

somos la muerte,

somos la nada,

somos un eco

de algo…

La necesidad: muerte de la virtud

La necesidad: muerte de la virtud

Dicen que la tragedia es inevitable. Lo es sólo si la verdad es esencialmente trágica. Lo es si existe algo como la perpetuación indefinida de lo inevitable, en vez de los errores como efecto de la perfidia. Lo es para casi todas las versiones que pueda haber del destino. La marcha de la bestial locomotora del progreso es imparable, por eso quedan el amor y la amistad trágicas, como vínculo de las almas que esperan en la dulzura de su infatigable soledad el acaecimiento de la destrucción serena del hombre. La política se vuelve administración, burocracia de los servicios esenciales, efectividad y producción absurda por la utilidad moderna; se sepulta la lógica que hace posible la comunidad mediante los bienes compartidos: la tecnología es el paraíso de la desigualdad económica del burgués contemporáneo.

El moderno acepta en sus adentros que la libertad es un excelente impulso retórico; el trágico no se atreve a semejante descaro, pero no puede recuperar la búsqueda de la felicidad asumiendo que Dios ha muerto. La sapiencia política del hombre trágico habla de la sabiduría como última salida, pues no se puede tener consciencia de la tragedia en medio de la modernidad si no sabe escrutar lo moderno en él. La sabiduría trágica espera ser una alternativa meditabunda al mesianismo moderno, pero no es ya plenitud de la naturaleza, sino el naufragio ante la inviabilidad de la metafísica racional. Es la progenie del amor fati.

La paradoja de la fe es un reto para la consciencia trágica. El sacrificio no es lo mismo que la destrucción -quizá de ahí brote el principio que necesitamos cuando queremos afrontar la resurrección. Dicen que el calvario es la consumación de la narración evangélica porque muestra esa paradoja, terrible, pero virtuosa como jamás se ha vuelto a ver. Es la paradoja del amor. La crucifixión muestra la salvación del hombre, pero no mediante el triunfo absoluto de una humanidad convertida, lo cual espera todo creyente moderno. Es paradoja para los ojos más simples. Nadie esperaría que lo divino pudiera ser mancillado como lo presenciamos. Quien sostenga que ahí está lo sospechoso del apostolado, no entendió el evangelio.

La tragedia es una tentación intelectual. Es la estancia permanente en el desierto cuyos granos de arena son los segundos en que lo inevitable se reafirma. Sin el mal, la crucifixión pierde todo su sentido, desde el evangélico hasta el de la estructura narrativa. Ante el mal, para el hombre moderno quedan los problemas técnicos; para el hombre trágico queda el misticismo de la misología, queda el escepticismo ante el amor. La salvación mediante la desgracia en la Cruz no es el confort que abre las puertas al nihilismo, pues sin crucifixión no hay esperanza. El escepticismo en la encarnación genera la tranquilidad ante el saberse salvado, pero no la alegría por ello. El secreto de la alegría en la fe está en descubrir las incontables oportunidades para cumplir con lo mostrado por el perdón. Es el magno misterio: que la desgracia ha sucedido para la alegría venidera del hombre. Algo que el trágico no puede aceptar. El Señor no estaba destinado a terminar así, como se ve en cada momento del evangelio, y eso hace que la crucifixión modifique el sentido de lo trágico. En el mundo del destino el amor es un consuelo de nuestros soledosos y sentimentales corazones.

 

 

Tacitus