Meditaciones sobre la felicidad
El bien se convierte en un concepto sólo hasta que aceptamos la validez de la epistemología como medio de reflexión preponderante para los problemas filosóficos, para los problemas importantes, en donde hallan origen los problemas diminutos. Es decir, se vuelve concepto en tanto operación de algo que llamamos juicio moral. El problema epistemológico actual admite la historicidad de los juicios de valor en tanto derivados de construcciones, como en el caso de la ciencia, pero sin otorgarles validez objetiva, por no poder ser demostrados rigurosamente ni metódicamente, y por resistirse al acceso universal. No importa cómo esto sirva de pretexto para la disolución de la ética propiamente hablando, el problema de verdad está en otro lado. Mejor dicho, el problema de la disolución de la ética no puede ser abordado si no entendemos que la epistemología moderna proviene de una modificación de un problema que es tanto político, como filosófico, como teológico. Los modernos saben que el bien no es un problema relevante de la epistemología; lo que olvidan es que el bien nunca fue un problema meramente epistemológico, y nunca podrá serlo.
Si la filosofía es esencialmente constructiva, el problema central de la ética no es la virtud, y la política no es sobre todo vocación por el bien común y la justicia. El problema de la ciencia moderna, tantas veces atacada, reside principalmente en las aspiraciones del método. La construcción se hace para mejorar las situaciones materiales. La teoría tiene una finalidad práctica. La teoría misma es práctica, en el sentido de que lo natural es accesible mediante las reglas que el contemplador mismo pone. El sujeto y su estructura epistemológica deben tener reglas que aseguren la veracidad y certidumbre de las leyes que postula. La virtud como el mejor modo de cumplir la naturaleza del hombre se disuelve al postular que no podemos entender lo humano sin bajar sus aspiraciones, si no seguimos la “regla hombre” como la llamó Nietzsche; no hay mejor modo de cumplir su naturaleza, porque la naturaleza ya no significa lo mismo.
La epistemología es necesaria sólo si aceptamos la ciencia moderna. Y aceptar la ciencia moderna nos compromete más de lo que nos gusta aceptar. Para aceptarla requerimos que el escepticismo sobre las causas surja, evitando todo modo de explicar el orden natural por medio de los fines, para allanar el camino para el método. Rousseau permite ver cómo es que el problema del bien no puede resolverse por medio de la teoría del Estado y la naturaleza moderna. Su respuesta, no obstante, nos saca de los apuros de la ciencia, pero nos mantiene en ascuas en torno al modo de entender la relación entre el bien y la felicidad, la virtud. La relación entre el bien y la naturaleza, para él, sólo puede escrutarse con su hipótesis radical del estado de naturaleza. La solución rousseauniana no es para nada puramente epistemológica, veamos brevemente cómo. El estado de naturaleza postula el problema ético central de Rousseau: la libertad esencial del ser humano, sometida inevitablemente por el desarrollo político y social, por el nacimiento de la propiedad y la ley. El bien sólo puede ser entendido en la medida en que somos capaces de acceder a ese origen puro en nuestras vidas. Las buenas inclinaciones del corazón (porque la bondad es original) son expuestas a la perversión social. Es difícil decir que haya mal, puesto que la naturaleza del alma no tiene un fin fijo, preferible; por ello la política no es el mejor modo de entendernos. La virtud, por tanto, debe estar en la soledad original. La soledad de Rousseau nos muestra que la satisfacción de sentir la bondad de la existencia depende de ser capaces de acceder a la autosuficiencia, al punto en el que nada terrenal nos turba, en el que no necesitamos nada, sólo gozamos de nuestro ser, sintiendo la bondad del corazón. La virtud no es felicidad, porque la felicidad está en ese goce inmaterial, en ese placer de sí que no involucra nada político, además de que la razón no sirve para acceder a ella. Lo primordial es el sentimiento.
He dicho que él nos mostraba cómo el bien no es un problema epistemológico. Su soledad se lo mostró. Sabía que de resolver ese problema del modo en que lo hizo dependía la dicha de su vida; por eso es tan importante no aceptar nada en contra de la inclinación propia. Aunque ayuda a negarle el terreno a esa interpretación, tendríamos que aceptar el hecho de que lo esencial para entender la ética es la libertad en ese sentido que ha sido esbozado. Eso no nos ayuda mucho a decidir sobre el problema en toda su dimensión. No nos dice en realidad cómo reconciliar el bien, el sentido, con la política; no nos dice cómo es que la justicia se convierte en virtud.
El mejor modo de vivir tiene, según se dice, distintas formas. Distinguimos entonces entre opiniones en torno a lo bueno. No somos, la mayor parte del tiempo, lo suficientemente afortunados para saber cómo conducirnos hacia él; otras veces estamos tan seguros de los medios que utilizamos que no estamos dispuestos a cuestionarlos. Evadir el problema de la política puede llevarnos al idilio de la soledad, pero ni aún ahí podremos escapar al hecho de que la soledad está auspiciada por un mundo repleto de semejantes que la hacen tal. Cuando queremos huir de los hombres, sabemos perfectamente de lo que queremos huir. El problema político nos llama por todas partes. La indiferencia (siempre superficial) es un modo de hollarlo. Nos debatimos por el sentido de nuestras vidas, porque algo buscamos con algo de constancia. No puede discutirse el problema del bien epistemológicamente, porque la razón nunca es unilateral en cuestiones prácticas. Todo mundo cree que el bien no puede ser tildado con la etiqueta de lo perenne: que no hay virtud que sobreviva al desarrollo de la civilización. Haríamos bien en ver cómo el progreso nos ha mentido al respecto. No podemos perseguir lo que no buscamos. Y sin virtud, con el bien reducido a discusión de la historia de los conceptos, nos hemos condenado a la infelicidad, de una manera mucho menos afortunada (si puedo en verdad llamarla así) que la de los solitarios rousseaunianos.
Uno podría creer fácilmente que el amor al prójimo nunca podría tener cabida en un mundo sin fe. Esa es la consigna de la impiedad. Es el mismo camino que tomamos cuando decidimos que la justicia es una quimera, que, de ser cierta, nadie merece de verdad. Dicho amor nos muestra el gran abismo que se abre para pensar el auténtico problema moral del bien, sin quererlo describir con el escepticismo de la epistemología, tranquilizándonos. Precisamente por eso creo que el cristianismo no es una mentira noble. También por eso creo que no debemos soportar el mal como falsos estoicos, lo cual termina en la resignación por la seguridad de la nobleza personal. Porque no sabremos bien lo que es el mal, en tanto no investiguemos el bien. No importa que la fe cristiana no sea compartida del mejor modo, porque su modo de abordar el problema del bien nos permite ver no sólo lo que el otro de verdad merece gracias al hábito de la virtud, sino que nos hace ver que el amor, la caritas, trata de beneficiarlo aunque no se lo merezca. No se ama al prójimo a pesar de él, sino por ser prójimo, hombre. El placer de hacer el bien en la caridad está en el regocijo de cumplir la Ley siguiendo la crucifixión. Nunca se puede reducir el acto de caridad a la búsqueda de la satisfacción personal, porque el placer abstracto, simple, no existe: para entenderlo y juzgarlo requerimos su causa. Es porque podemos ver la diferencia de la situación con lo bueno, que deseamos subsanarla. Y esa es la prueba más complicada y problemática que se puede plantear todo aquel que busque la mejor manera de vivir.
Tacitus