La degradación del discurso público

La degradación del discurso público se nota cuando la razón requiere fuerza para imponerse. Este declive puede ocurrir lentamente, pero tarde o temprano es muy aparatoso y se vuelve derrumbe. Las palabras derrumbadas, sin mayor apoyo que la fuerza, son también las que forman opiniones acerca de la condición del discurso público. Esto ayuda a que la percepción de las cosas sea cada vez más calamitosa, y la alarma deje de poder explicarse: permea la sensación de miedo y enojo, pero ya no se es capaz de describir sus condiciones ni se puede relatar cuáles son las causas de su mortificación. Lo feo aparece como verdadero tanto como lo severo aparece justo, como la venganza se vuelve brújula social. La calamidad pendiente ya está desde el principio cerrada a la conversación que tal vez podría evitarla o aliviarla, siempre que no haya esperanza de un esfuerzo grande que pueda recuperar la confianza perdida en la palabra. Y en tiempos convulsos como éstos, la fuerza se torna contra la opinión perseguida por la cantaleta más popular, y la opinión se confunde con el opinador. Por eso es que en condiciones tan áridas para el discurso, los gritos son los de los cazadores y los métodos son de censura y persecución personal. La diversidad de la palabra compartida en lo público se desvanece mientras ocurre el derrumbe, porque para su sustento es necesaria la posibilidad de entender condiciones complicadas que demandan atención, cuidado e interés; perdidos éstos, la variedad empieza a difuminarse hasta que todo se ve igual; hasta que quedan pocas dudas de quién es adversario por lo que dice y quiénes aliados por no decirlo. El desacuerdo reina pero cada cual supone estar en plena posesión de sí mismo y ser íntegro juez. Con la degradación del discurso público estamos en el enorme peligro de confundir aliados y adversarios, y peor aun, de dejar de preguntar quién merece en verdad llamarse amigo y por qué. Hay que seguir preguntando, hay que seguir tratando de entender.