Minucias de la lectura
No es observación demasiado profunda ni pocas veces repetida que cuando se lee, uno se conduce por el texto con alguna expectativa sirviendo de hoguera para nuestras facultades. Así sucede en la vida también. Si exageramos el análisis de lo que sucede cuando abrevamos en un texto, podríamos llegar a una exageración de la observación que Sócrates le hacía a Teeteto sobre el modo en que aprendemos a leer a partir del reconocimiento de las partes y el todo que forman las letras, las sílabas, y las palabras. Diríamos entonces que leer es recorrer cada una de las partes de algo que se presenta organizado en un sentido que no se puede descifrar sin haber antes hecho el viaje. Podríamos sostener que leer es, básicamente, el fenómeno de la tinta que recibimos con nuestros ojos, y que cobra forma gracias a cada unidad determinada del alfabeto.
No mentiríamos del todo si así habláramos, pero sabemos que, por más que eso suceda siempre, no podemos saltarnos la dificultad del significado de la organización del todo, por el cual recibe el nombre de “todo”. La explicación de nuestra experiencia no es racionalizada del todo con este exceso de rigurosidad, como tampoco lo sería hablando de las neuronas, pues eso no me haría entender mejor cómo es que llego a entender un texto, a perderme en él, e incluso a aceptar ideas provenientes de él cuando me veo iluminado por algo. Podría uno catalogar, como de hecho lo hacemos, el nivel de nuestra lectura por la cantidad de palabras recorridas, de hojas pasadas, e incluso los lectores constantes podrían impresionarnos con dichas cifras, e incluso mostrarnos que han entendido lo leído. Pero ese número seguiría sin explicarnos qué es leer.
Vuelvo a mi primera y ordinaria observación. Cuando uno es un lector inexperto, tiene que afrontar un texto desconocido con las posibilidades que ha tenido. No tenemos necesariamente que exagerar todavía para darle rienda suelta a los prejuicios cultos sobre la hermenéutica. Es cierto: uno puede leer un ensayo con la promesa de un título que promete responder una cuestión que creemos debe ser respondida de alguna manera determinada. Así funciona la expectativa. Con un título como “El secreto de los molinos y el batán” podría uno comenzar a esperar con ansia una exposición de los principios mecánicos y físicos que hacen funcionar a tales máquinas anticuadas, y llevarse la terrible decepción de no ver más que una interpretación del posible significado alegórico de los pasajes del Quijote que involucran a tan venerables instrumentos. No obstante, la decepción no impediría, en dado caso, que el acto de la lectura se llevara a cabo, sin importar que la manera no haya sido la adecuada. Un texto no se escribe para ser totalmente convincente o efectivo. Ni siquiera los que están escritos con ese propósito logran su cometido. Podría suceder, extraordinariamente, que tal lector, aficionado más a las respuestas prácticas que puede dar el conocimiento divulgado, comience a interrogarse por la posibilidad de que haya otro modo de hablar sobre batanes y molinos de viento y, en el mejor de los casos, investigar sobre el demente que creía ver monstruos en ellos. Que pueda suceder, no obstante, no es suficiente prueba de que así sucede, por ser algo posible.
Es una tentación muy fuerte el sentirse un lector privilegiado. Sucede así cuando cree que, por ser instruido en las diferencias hermenéuticas que nos explican la superficialidad o profundidad de esa relación entre los textos y la persona que se enfrenta a ellos. Cuando uno lee sin profundidad, necesita, en la mayoría de los casos, una segunda mirada que nos interpele para darse cuenta de ello. No obstante, no siempre es necesaria tal mirada para distinguir cuando no se ha entendido mucho de lo que se intenta leer. Como he dicho, cuando somos inexpertos no hablamos de diferencias entre los modos de leer un texto sobre matemáticas y una obra de teatro; sin embargo, algo sabemos distinguir: que las sumas y las igualdades no son, evidentemente, lo mismo que la seductora elocuencia de Romeo, debajo del balcón. Al leer sin demasiada experiencia, uno se las arregla con lo que tiene, en previsión por lo que creemos verdadero, y de eso se trata todo esto. La teoría moderna de la lectura que se basa en la capacidad temporal para codificar palabras y captar las ideas principales atrofia más de lo que alienta la posibilidad de que esas facultades trabajen mejor, puesto que dividen innecesariamente lo que vemos claramente unido. El arte de la lectura, que se aprende gradualmente, se sacrifica por la esquizofrenia de la eficiencia metódica.
Dijo Gabriel Zaid que el lector decepcionado con los ensayos de Reyes por su poca abundancia de datos importantes se merecía tal decepción. Lo que dicho lector esperaba del texto estaba claramente pregonado por la doctrina académica de las referencias, que expurgaban lo importante del ensayo: la forma. La decepción se debe a que las pretensiones del texto no pueden llegar a verse debido a la ceguera del lector. La culpa es toda de él, por no poder llegar al diálogo que merecía el texto, por no distinguir bien las formas. Me parece que caemos en un trampa semejante cuando, sintiéndonos lectores consagrados, nos damos el lujo de despreciar los textos que no parecen conciliarse con los textos que nos han educado. Ese, no obstante, es un error del que el lector cuidadoso debería preocuparse. Él sabe que leer involucra las enteras facultades de su vida, que a veces es una empresa como la de afrontar molinos de viento, y otras las de un desafío más sencillo. Su cautela no es escéptica, sino cordial. Tiene la cordura que se requiere para ver la prudencia en lo público de lo que lee, y encuentra el camino dejado hacia lo que parece omitirse.
Tacitus