Prorrogando

Cuando recuperé el conocimiento, ya era cinco de septiembre. Sin embargo, en aquellos tiempos recordaba muchos detalles con precisión, ¿y cómo no iba a hacerlo?, si yo fui una de las pocas mujeres afortunadas que sobrevivió al Gran Terremoto de Kanto. Aquella mañana yo salía del burdel a lavarme la cara cuando sentí a la tierra temblar de miedo. En un principio no sabía qué estaba sucediendo, creí que tal vez el Vodka había tomado más de lo acostumbrado en hacer efecto; después de llevar dieciocho años viviendo en Japón, mi cuerpo nunca tuvo oportunidad de habituarse a aquella bebida. Con temor a caer emborrachada, me sujeté de una pared que comenzó a danzar junto conmigo al sentir mi mano. Como pude, caminé en busca de ayuda hacia la avenida principal que quedaba a unos cuantos pasos de donde me encontraba; sin embargo, me encontré con la sorpresa de que las casas bailaban un macabro vals. Me hubiera quedado allí paralizada sin mover un solo dedo, estupefacta, pero una gran explosión me sacó de mi asombro cuando iluminó el cielo de rojo, inmediatamente le siguieron varias más y el viento se encargó de inundar el cielo con olas de fuego más grandes que cualquiera que el mar hubiera levantado jamás. Yo corrí buscando refugio, mientras las casas caían como si estuvieran hechas de papel. Corrí con todas mis fuerzas hasta que al tropezar caí de bruces y perdí el conocimiento. Y aunque todo el mundo lamentó aquella catástrofe. Yo, estoy completamente segura de que el Gran Terremoto de Kanto comprobaba que Dios nos había escuchado.

Para mediados de febrero mi padre ya se había marchado, comenzaba el año de 1905 y el frío en Rusia era igual de mortífero que el año anterior. En ese entonces yo ayudaba a mi madre, al igual que mi hermana, a remendar la ropa y a mantener la casa en orden para que así la encontrara papá cuando regresara. Yo nunca me preocupé mucho sobre si volvería o no de la guerra, a mí siempre me pareció como si se hubiera ido de pesca por un largo tiempo; yo me preocupaba más por aprender a cocinar mejor que mi hermana, que por si volvería a ver a mi padre. Me gusta pensar que lo conseguí. Las semanas pasaron sin tener noticia del estado de la guerra, o bueno, solo supimos los rumores que nos traían nuestros vecinos que visitaban la ciudad. Algunas veces decían que nuestro ejército había destruido diez buques japoneses y que la victoria estaba cerca. Otras veces nos contaban cómo la marea se había embravecido y había hecho desaparecer varias de nuestras naves; pero oficialmente nada supimos durante algún tiempo.

Fue por abril, o mayo, no recuerdo bien, cuando llegó un jinete montando un caballo grande y bien alimentado, se veía a todas luces que venía por orden del Zar. Llegó antes de medio día a la iglesia del pueblo, y todas nos juntamos al rededor del edificio para tratar de escuchar si traía nuevas noticias; teníamos en el corazón agazapada la esperanza de que viniera a decirnos que la guerra había acabado. No fue así, el jinete pasó un par de horas charlando en voz baja con el sacerdote y nosotras no podíamos escuchar nada, así que comenzamos a especular. Mi mamá fue la primera que habló (tenía la mala costumbre de ser muy impaciente), nos dijo que el emisario venía a elegir quiénes nos iríamos a vivir a la región recién conquistada, junto a un mar de aguas templadas. Otras ideas más pesimistas decían que la guerra estaba tan complicada que venía a llevarse a los niños y seguramente a algunas de nosotras. Yo les dije que había llegado para decirnos quiénes de los hombres de nuestro pueblo habían caído en batalla. Ninguna de nosotras (aún no me explico por qué) se atrevió a decir que venía a dar la buena noticia de que los hombres volverían en unos cuantos días. El motivo que lo trajo a nuestro pueblo, ninguna de nosotras lo llegó a imaginar.

El próximo domingo las campanas de la iglesia sonaron como cada semana. Ya ninguna de nosotras recordaba la visita del jinete y cuando éste se marchó, el sacerdote salió del recinto solamente a mandarnos de regreso a nuestras casas. La ceremonia transcurrió como cada semana, todas orábamos y escuchábamos la palabra de Dios. Al terminar, el sacerdote nos pidió que rogáramos al Todopoderoso que favoreciera nuestras tropas en el frente, y que le mandara mal tiempo a las tropas japonesas. La siguiente semana, este último rezo ocupó más tiempo, comenzamos a pedir lluvias y desorden en las tropas enemigas, a la vez que suplicábamos al Señor que ayudara a nuestros compatriotas, yo pedía por mi papá todo el tiempo. La tercera semana después de la visita del jinete, el pastor nos comunicó que a partir de entonces se oficiaría la ceremonia cada tercer día, pues era nuestro deber como ciudadanos apoyar a nuestro ejército de todos los modos posibles. Y así hicimos durante algunos meses, a lo largo de los cuáles nos congregábamos menos para escuchar la palabra de Dios y más para pedirle por nuestros soldados.

Volvió un día mientras rezábamos, el jinete de aquella vez, solo que en esta ocasión lo acompañaba un carro con barriles que contenían platos hondos, nosotras continuamos orando mientras los hombres movían los tambos junto al altar. Después, salieron un momento con el sacerdote, nosotras seguíamos concentradas en nuestra oración; para ese entonces ya nos habíamos acostumbrado a pasar más de una hora entre murmuros piadosos, así que el ruido que hacían las palas de los hombres al excavar no nos distrajeron. Aquél día terminamos nuestra oración mucho antes de que las fosas estuvieran excavadas por completo. A la mañana siguiente, las campanas de la iglesia sonaron muy temprano y nosotras acudimos al llamado. El cura nos habló muy serio, nos dijo que el frente era muy poco favorable para nuestras tropas y que ahora era nuestro turno de apoyar. Nos explicó que por órdenes del Zar todas las iglesias de Rusia debían oficiar ceremonias al alba y al atardecer, en las cuales se pediría a Dios que ayudara a nuestro ejército. También nos dijo que él dirigiría nuestros rezos y que nosotras debíamos repetir después de él lo que dijera. Luego nos repartió un tazón a cada quién, nos dijo que si teníamos ganas de llorar juntáramos allí nuestras lágrimas y al final de la sesión pasáramos a verterlas en los barriles. Nos explicó que el gobierno quería que llenáramos los barriles antes de que terminaran la guerra, porque nuestras lágrimas eran una ofrenda grata a Dios y que de ese modo aseguraríamos sus favores. Así hicimos, diario hasta que la guerra terminó. Las oraciones que decíamos día a día durante horas, pedían que el ejército enemigo fuera devorado por el mar, o que un miedo súbito diezmara su moral y emprendieran la retirada; pedíamos también que sus esposas enfermaran; que no tuvieran un hogar a dónde volver; que sus cosechas se echaran a perder, y que sus flores se marchitarán.

Cuando llenamos los barriles con las saladas lágrimas fruto de meses de llanto, los llevamos entre todas a las fosas que los soldados habían cavado e hicimos una última letanía que nos dictó el sacerdote; en ella pedimos que así como esa agua salada entraba en la tierra, así entrara en los barcos enemigos y en la isla que habitan, el agua del mar. Seguimos rezando y llorando a diario hasta que la guerra terminó. Tiempo después, un jinete distinto vino a darnos la noticia de que habíamos perdido la guerra, le dijo a mi mamá que mi padre estaba muerto y nosotras teníamos qué arreglárnosla como pudiéramos. En la primera oportunidad que tuve me fui con un hombre que me prometió cuidar de mí, y terminé viviendo en la isla que pasé un año maldiciendo, lejos de mi familia y con el sentimiento de que Dios nunca nos escuchó.