Desde su tercera captura, en enero, el Chapo, o capo de capos, ha dado de qué hablar todas las semanas. Nos hemos enterado de sus relaciones con la farándula internacional, sus vínculos con políticos, de la aparición de nueva familia, el tipo de armas que usaba, la compañía de celular con la que mensajeaba, de la mascota de sus hijas (la cual, dicho sea de paso, es un mono y se llama “botas”), entre muchísimas cosas más. No conformes con tan impresionante despliegue del álbum de la vida privada del capo, se han hecho especulaciones sobre sus parejas, incluso comparaciones entre su actual esposa y una estrella de televisión que rayan en la incongruencia. Hemos visto en la figura de Joaquín Guzmán Loera una estrella de rock, pero con el cetro de un gran mandatario; todo lo que hace, o creemos que hace, se magnifica al nivel de acontecimiento histórico. Su vida nos entretiene y sus actos los aplaudimos con gran admiración.
Pero lo más espectacular, aunque nada entretenido, es observar la rápida destrucción de la comunidad a manos del narcotráfico. Ante esto es paliativo escuchar risas, aplausos e interjecciones grabadas. El narcotráfico no sólo manipula al estado al punto de transformarlo, también nos manipula a nosotros. No es extraño admirar a los poderosos, lo extraño es no extrañarse por la violencia. El entretenimiento nunca hará desaparecer la violencia.
El entretenimiento resulta nocivo cuando nos entrenemos con aquello que genera la violencia; perdemos la vista de lo bueno y lo malo, pues el entretenimiento distrae dando gozo constante, casi ininterrumpido. El gozo se diversifica en distintos ámbitos, pero siempre predominan los relativos a las conquistas; y por eso a nosotros también nos domina. El gusto no sólo porque haya ofertas, sino porque las buscamos incesantemente. Quizá podamos alejar los ojos de la pantalla cuando el fuego circundante comience a quemarnos también a nosotros.
Yaddir