El último abismo
El escepticismo es ya una moda burguesa. La afirmación voluntariosa de la verdad efectiva es su escaparate práctico. El suicidio puede confrontar el mundo burgués, pero con la duda evidente para el suicida de si su solución continúa siendo una elección burguesa. El escepticismo hace la vida soportable, el suicido termina con el ridículo de quien tiene tanta fe en el conocimiento que requiere el rigor absoluto de la duda, y abandona toda posibilidad de vivir en las atrocidades de la efectividad, pero sólo porque acepta que la verdad ya no tiene sentido. Se hunde ante la imposibilidad de conciliar la verdad y la práctica, más allá de la utilidad o lo posible. Se mantiene en el abismo del burgués: la acción se convierte en un absurdo, en una incomodidad radical.
Esa es la lógica: dado que aceptar la posibilidad de armonizar la práctica con la verdad es una contradicción o una justificación de la banalidad del hombre moderno, no puede continuar con la mentira de la acción. Su solución es radical, pero no verdadera. El romanticismo queda corto frente a su radicalidad: no acaba consigo porque sus pasiones lo lleven a penas insolubles en la confrontación con la moral burguesa; termina absolutamente porque sabe que dichas confrontaciones son inútiles. No hay más por amar. La justificación de la naturaleza es otra falacia moderna frente al verdadero caos anidado en sí.
Digo, no obstante, que se mantiene el suicidio todavía como una posibilidad del mundo burgués. De hecho, me parece que el suicido es una opción que nunca dejará de ser moderna, al menos desde que el paganismo verdadero se extinguió para siempre. La confrontación que nos hemos acostumbrado a hacer de manera superficial, y que debe ser combatida, es que del suicido nos salva la fe. Sería así si de verdad la fe fuera tan bien entendida por todo creyente, lo cual no es tan claro. Sería así si la fe involucrara inexplicablemente la negación totalitaria (evidente absurdo) del mal. El hombre cristiano era demasiado antimoderno como para necesitar que una creencia le salvara del infierno para indefinidamente. Él sabía que el infierno se manifestaba por la misma virtud por la que se sabía salvado. No necesitaba de Dios como un supuesto para su tranquilidad, porque no era escéptico como para hablar de Dios como un supuesto.
El filósofo socrático bien puede hablar de pecados por una razón semejante. Su versión del escepticismo comprometido con la verdad sabe que el pecado no es una definición del mal posible sólo por lo aceptación de lo irracional; de hecho, el pecado siempre es racional, y sin explicación alguna dejaría de ser pecado, puesto que no habría ausencia alguna del Bien. Los creyentes modernos necesitan de la fe como un bálsamo: consecuencia de su creencia en la verdad efectiva y, por ende, en la religión civil como necesidad ante el aburguesamiento moderno. Para el escéptico burgués la fe es un paralogismo; para el suicida es una demostración voraz de la voluntad de poder. Ambas salidas son igual de problemáticas, porque creen que la fe es un elemento necesariamente vulgar, evidente, poderoso.
Pero la verdad no es cuestión de poder. Eso es lo que no entiende el mundo moderno. Es también el peligro de Eros, que Sócrates supo ver para siempre. El suicidio es una salida falsa, porque aceptó que la lógica quedaba destruida por la vida burguesa. Si la vida moderna destruyó la lógica que hacía a la virtud racional, el suicidio sólo es cómplice de esa destrucción. Es el burgués que no soporta ver su rostro en el espejo. La destrucción sólo es salida si aceptamos lo mismo que los modernos: que el hombre es autoproducción. La destrucción es la fase más radical de la transgresión a la creación. No prefiere la justicia a la injusticia; afirma que la injusticia es perpetua. La virtud cristiana del mártir ilumina por el fuego con el que afirma la razón en el amor a Dios y al prójimo. Sólo en los tiempos que han proclamado el fin de la razón puede verse a Sócrates como el mejor suicida. El hombre moderno considera al suicidio como su opción frente al arrepentimiento. Por ese mismo motivo se ha negado su entendimiento.
Tacitus