Desaclimatado

Voy a intentar hacerles la plática de la única manera que conozco, no requiere mucho esfuerzo y creo que todos los que vivimos en la nueva Ciudad de México sabrán de lo que hablo. ¡Qué calor endemoniado hace! ¿No? Ya, lo dije, rompí el hielo, si esto fuera la parada del metrobús o la cola de las tortillas, no faltaría una señora quejumbrosa diciéndome que sí, que esto es terrible, que el frío uno se lo tapa pero con el calor uno no puede hacer más que desnudarse y eso no ayuda en nada, que si seguimos así vamos a terminar muertos de deshidratación. Añadirá que este es el año más caluroso, más que el pasado que fue el más caluroso y más que el otro anterior que fue el más caluroso, lo dirá, claro, sin darse cuenta de que el más caluroso solamente puede ser uno y que los años (espero) están muy lejos de acabarse. Pero no estamos en ningún lugar semejante al ágora, no hay interacción humana sobre lo inmediato, sobre lo obvio o sobre lo necesario aquí donde estamos reunidos el día de hoy. Sin embargo el clima puede seguir siendo tema de conversación, un tema tan recurrido que me ha sorprendido en más de una ocasión.

¿Quién chingados quiere hablar sobre el clima? No faltarán los listillos con sus sarcasmos finos diciendo “si no me dices no me doy cuenta” cuando escuchan a alguna persona iniciar la charla que todos podemos charlar. Sin embargo, lo que me gustaría decirles y que no se dan cuenta, es que ellos ya caerán en la necesidad de recurrir al clima para iniciar una conversación, porque de ella nadie escapa. ¿Qué tiene el clima que nos hace hablar de él? Claro, ni ustedes ni yo somos meteorólogos (creo), ni la señora chismosa del metrobús que anda peregrinando por la vida hablando de cuánto calor o frío hace, o hizo, porque si el tiempo está templado podemos recurrir siempre al pasado, ya no tanto al futuro, ese nos está prohibido. En fin, la primera idea que se me ocurre acerca del poder lógico del clima es que es una experiencia compartida (dah!) es decir, todos podemos hablar sobre él porque todos lo sentimos igual (¿o no?), sin embargo, intentemos hacerle la misma charla a la misma señora del Metrobús sobre cualquier cosa (que no sea el clima) de la que tengamos común experiencia y vean cómo no tiene efecto alguno.

Yo lo hice, mientras esperaba el metrobús le dije a la mujer de al lado “mi playera es roja” me vio extrañada, me ignoró y caminó unos pasos con la intención de alejarse de mí. Apuesto dos chelines a que si mi línea de presentación hubiera sido “¡ay, qué calor hace!” hubiera recibido al menos un indiferente “ajá”. Ésta observación me ha llevado al siguiente punto de mi disertación, hablamos del clima no porque estemos sumergidos en esta experiencia comunitaria, sí, eso tiene que ver pero no es la causa principal. Se me ocurre, entonces, que otra causa podría ser que simplemente nos gusta quejarnos o hablar con la gente. Luego entonces me propuse a demostrar esta teoría, le dije a la mujer que tenía al lado (una distinta en la misma eterna espera del metrobús), ¡Ay, cómo me duele el ojo! Malamente pensé que con la extrañeza de la situación lograría arrancarle un poco de su atención o se compadecería de mi situación lo suficiente como para pobretearme. Nuevamente fallé, me ignoró vilmente y yo desistí en presionarla, después de todo tenía otro as bajo la manga.

Dirigí la mirada a otra mujer (una tercera), en esta ocasión busqué una que cupiera en la nueva categoría de adultos mayores, ellos siempre están ansiosos por atención y por entablar la charla, además, están gustosos de quejarse de todo, así que mi siguiente movimiento no podía fallar. La miré a los ojos y le dije, ¿qué a usted no le duele la cabeza cuando se engenta? La señora me miró, me regaló una sonrisa nerviosa y me escupió con toda la sequedad del mundo un frío “sí”. No insistí y ella aparto su vista de mí y no volvió a mirarme en el corto tiempo que pasé en ese lugar. Sucedió que las mujeres (cosa rara) no estaban dispuestas a entablar una charla sin sentido para pasar el rato con un apuesto desconocido (o sea yo, jijiji).

Seguí pensando acerca del clima, si era entonces la necesidad que compartíamos la que nos obligaba a hablar sobre él, la que llevaba a las personas a entablar una conversación sin mucho sentido pero que mediante fórmulas podía llevarse a flote por más de diez minutos. Pensé si en otros tiempos hubiera sido tema de conversación, si los antiguos egipcios hubieran llegado a decirse entre ellos “ay qué calor hace, hace más que ayer” o si los griegos hablaran sobre lo fría que dejó la madrugada la lluvia de la noche anterior si llegarían a decir algo semejante a: “ésta sí refrescó, no como la de la semana pasada que solo levantó más el calor”. De la misma manera los judíos o los musulmanes o los chinos o los vikingos, todos ellos vivieron el clima al igual que nosotros, y seguramente tuvieron también el año más caluroso cada año durante abril o mayo. Me pregunté por ellos por la sencilla razón de que el clima en la mayoría de las culturas antiguas, tenía una deidad encargada de su control, el clima y su necesidad tenían un responsable al que supongo, se le podía sobornar por medio de ofrendas de vírgenes enfloradas.

No sé, se me ocurrió que hablar tanto del clima en la actualidad estaba relacionado con el hecho de que el calor infernal que estamos padeciendo hoy en día ya no tiene un capitán que lo conduzca, ahora está vacío, es una nave a la deriva que carece de orden, de deidad que nos haga el favor de controlar lo que nosotros no podemos. Se me ocurrió, pues, seguir con el experimento, voltearía con otra chunda y le comenzaría una conversación bajo la vieja fórmula infalible de “ay, cuánto calor hace”, seguramente picaría el anzuelo. El paso siguiente de mi malévolo plan era buscar el modo de dirigir la charla esperando que éste me permitiera indagar si a la mujer le parecería más llevadero el clima si creyera que hay un modo de controlarlo o si creyera que no es un capricho azaroso de la ciega mamá Naturaleza y que un ser divino está manejándola desde el plano supraterrestre, o si tendría ganas de platicar acerca del clima si hubiera una institución gubernamental encargada de su control. No escucho a nadie en el metrobús diciendo “ay, cómo llega re bien la energía eléctrica a mi casa”, sospecho que sería lo mismo con el clima. Para llegar a tal punto de conversación tenía que evadir con astucia todas las fórmulas ya más que gastadas que todos nos sabemos y empleamos a la hora de hablar del clima. Para llegar a ese punto, también debí (aquí fue donde fracasó mi experimento) evadir al policía de la estación del metrobús que muy amablemente me pidió que me retirara de esa entrada porque era una reservada únicamente para mujeres y discapacitados. Me dijo que estaba incomodando a las damas y que justamente por personas como yo es que había un espacio reservado para las indefensas féminas. Me escoltó con el placer que da el poder al que lo ejerce a la otra entrada del metrobús y no se movió de ahí hasta que lo abordé. En fin, es una pena que estas absurdas obligaciones ciudadanas se hayan interpuesto en mi intento de hacer ciencia del clima.

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