Soledad, libertad y locura
Cada vez que se trata de explicar la aparición de dioses en cualquier cultura, se parte de dos supuestos, uno antropológico y el otro epistémico, y que casi siempre se funden en un muy peligroso argumento fatalista: el hombre hace comunidades no por el deseo de vivir bien, sino por el deseo de no estar solo, luego, el hombre sabe que por más que lo intente, siempre estará solo en el universo, así que lo mejor que puede hacer es disfrutar de su amargo destino. Así, el comportamiento del hombre revela su temor a encontrarse solo. Ahora entendemos que los dioses venían a ser no la representación de las fuerzas naturales, de aquello que da orden y sentido a la existencia, sino el telón que encubría esta soledad. La gente se congregaba para mitigar la soledad, nada tenían que ver la fe o la adoración por el orden. Desde los avances de la modernidad damos un respingo de ironía y compasión, pues también notamos que los dioses eran el pretexto para actuar o no de acuerdo a una idea de excelencia. La libertad del hombre estaba ligada a las fuerzas naturales, al orden del cosmos, incluso al azar. Nada más insoportable para nosotros que ya nos hemos librado de todo ello. La libertad, como bien se postula, es el saber que las acciones de cada hombre no tienen mayor repercusión más que para su propia causa. La perfección, el orden, la comunidad son conocimientos que llegan a cada uno de nosotros por un razonamiento de lo que no somos, luego, Dios la ley y el amor son necesarios sólo como una fábula propedéutica hasta que el sujeto busca su propia libertad.
Pero con estos razonamientos llega la incómoda pregunta, si el hombre es un ser solitario, imperfecto, libre ¿por qué seguir procreando seres imperfectos, solitarios y libres? La respuesta inmediata es que ni la soledad ni la libertad reales se han alcanzado, y en cada generación los avances que se hagan son de suma importancia para las venideras. Pero no, no hay que confundir esto con responsabilidad, que eso generaría un sentimiento de compromiso por los otros que aún no son. Lo que esto significa es que la razón debe seguir avanzando en lo técnico para que en un futuro cada hombre pueda subsistir sin ayuda de otro, más que de sí mismo y desde su nacimiento. Pero notemos algo más antes de avanzar: en esta búsqueda de la perfección técnica como disolución de la relación entre hombre, Dios, hombre, no aparece -ni es necesaria- ni la virtud política, es decir, la justicia y prudencia, ni el amor, o dicho en otras palabras, ni orden ni excelencia, sólo efectividad. La realidad inmediata es la única necesaria, lo demás sigue siendo provisional, ya que no se trata de lo que debe ser, sino de lo que de hecho es.
Visto de este modo, la libertad es el signo que anuncia nuestra soledad lograda por el avance de la razón, o mejor dicho, como el triunfo sobre el genio maligno que ya no puede engañarnos más, pues el punto de apoyo que necesitábamos para comenzar a ser sólo nosotros, ha tiempo que lo canturriamos por todas partes: “Yo”. Pero este yo ya no sufre su soledad, al contrario, busca cómo hacerla más cómoda, más prolongada. Comienza así su intento por corregir todos los errores que la naturaleza cometió con él. Es aquí donde recuerda los cuentos antiguos, ya que tengo el poder, se dice, he de ocupar el lugar encumbrado que siempre me ha correspondido. La soledad se vuelve divina, pues no hay duda de que los cuentos hablaban de él. Aparece el genio, filántropo de sí mismo y último hombre, es decir, aquél que no quiere saber ni sabe si hizo o hará mal, pero que en sueños se atormenta con visiones de locura, para despertar con los nervios alterados reproduciéndose en pequeños espasmos, y comenzar así a corregir el último defecto que la naturaleza aún guarda en las entrañas más espirituales del hombre: la conciencia del bien y del mal. Pues ya que Dios no existe, entonces quizás tengo que refugiarme en estas mentiras, se dice el último hombre, mientras alterado trabaja para su solitaria libertad, para su propia causa.
Javel