Crónicas Cenicientas (tercera parte)

Lee aquí la segunda parte.

De la noche de la cita no hay mucho que contar, no acordamos una fecha en específico y por momentos llegué a pensar que había sido víctima de una estafa. Tardaron cinco días en aparecer, llegaron poco después de media noche sin avisar, forzaron la entrada de mi departamento, todavía no sé cómo lo hicieron, el punto es que de buenas a primeras desperté con el frío toque del cañón de la que ahora es mi .22. Abrí los ojos desconcertado, con un poco de miedo que fue sofocado al momento por las inmensas pestañas que salían del antifaz negro de terciopelo en forma de ocho que tenía La Verónica en el rostro. Sus ojos verdes relucían como dos esmeraldas debajo de la luz de la luna y su dentadura bien alineada e impecablemente blanca se dejaba ver tímidamente entre sus labios rosas, brillosos y húmedos marinados en gloss. Retiró la pistola de mi boca, me besó suavemente los labios y después deslizó su guante sobre mi rostro como tratando de convencerme de que estaba soñando. Yo no dije nada, tenía una confusión tremenda y un poco de miedo más que de excitación. La verdad es que yo ni siquiera tenía aquella fantasía sexual, lo único que yo quería era una pistola. Pero ya estaba ahí, con la Verónica sobre mi cama deshaciéndose del grueso abrigo que cubría el coqueto conjunto de baby doll y ligueros rosados que contrastaban finamente con la blancura de su piel y su negro lacio cabello. Los mimos terminaron después de esta visión celestial y comenzó la acción, me soltó un par de bofetadas con toda la fuerza que puede una chica veinteañera desatar y a punta de pistola me arrastró fuera de la cama tomándome del cabello, me insultó, me escupió y me pateó las costillas y la barriga. Siguió así en una perfecta combinación de golpes y caricias que yo jamás podré representarme ni en mi sueños. Un poco desconcertado busqué al matón que la acompañaba, me incomodaba un poco que él hubiera entrado a mi habitación o que incluso estuviera entre las sombras observando la escena. Quién sabe, me incomodaba incluso pensar que podría estarse masturbando desde antes de que yo comenzara a gozar. La Verónica se volvió más mandona, más salvaje y de haber vestido yo una ridícula pijama como lo hacen mis amigos casados; los jirones que con maestría recortaron sus uñas hubieran sido de tela y no de piel. Qué más podía hacer sino dejarme llevar, total, el sexo es sexo y termina igual en cada una de las veces: en un interminable y odioso tedio cansino. No sé si lo notó, o fue parte del juego, pero mi incomodidad por el guarro que la acompañaba seguía siendo muy escandalosa, yo a veces creo que herí su orgullo femenino preocupándome más por la presencia de un hombre que por el tremendo mujerón deseoso de complacerme que tenía encima. Solo así me puedo explicar por qué se le pasó la mano en los golpes y cómo es que terminé desmayado en el suelo de mi propia casa antes siquiera de probar aquello por lo que había pagado. En fin, al día siguiente de la Verónica y del gañán no quedó más rastro que mi .22. No supe nunca si el tipo éste la acompañó o ella se presentó sola a mi departamento. Yo no volví a aparecerme por casa de la Chela, ni ella trató de contactarme jamás. Después de todo, la discreción es un punto fundamental en el negocio y la Chela era tremendamente formal. A fin de cuentas yo tenía lo que quería, salvo que ahora me hacían falta las municiones.

La cartera no se quejó tanto como imaginé, los moretones que me dejó la Verónica sanaron unos días después y los chismes en la oficina no pasaron de que un asaltante me había roto la crisma por resistirme a un robo. Incluso, gracias a este rumor (que no comencé yo, lo juro), me vi tentado en más de una vez a reportar mi tarjeta de crédito como extraviada y tratar de desconocer el cargo que me había hecho la Chela por el favorcito. No lo hice, a fin de cuentas yo había obtenido lo que quería y a la Verónica ya la había poseído en otras ocasiones hasta el tedio. Quien ha cumplido o ha estado cerca a lograr la difícil meta de dejar de fumar, sabrá de sobra que uno no puede sacar de su mente al cigarrillo, no importa que hayan pasado cinco o diez años, uno siempre cree que puede tomar en cualquier momento uno, encenderlo y darle el golpe como si el tiempo no hubiera pasado, como si el cuerpo no se hubiera purgado del todo de la dependencia a la nicotina. Con mi .22 en casa, me sentía un poco más tranquilo, en el sentido de que mi plan marchaba sobre ruedas, pero estando un paso más cerca de mi objetivo, ahora los días se me hacían más largos y el momento de darme un tiro para pegarle el más placentero de los golpes a un cigarrillo, se me hacía extremadamente distante.

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