En torno a la tristeza

La lluvia, según dicen, facilita la tristeza en las personas. Alguien se sentirá agredido por la caída de las gotas al caer, por su murmullo sin sentido, se protegerá, se encerrará dentro de sí; ensimismado degustará el abrazo de su inesperada y seductora invitada. Pero hay tristezas que incitan al entristecido a la reflexión, al examen del alma, a ver más allá del gris entorno. El absolutamente reflexivo, hombre controlador de sus pasiones, no sabe nada de su estado anímico, pero se deleita creyendo que lo controla, como si dominara a una fiera; no vive como la roca endurecida por tanto dolor, sino ocultando debajo de una piedra sus siempre vivas, latentes, pasiones.

La tristeza, según el más antiguo antepasado de todos los ensayistas, consume a quien la padece y a veces es tan fuerte que se va manifestando durante largo tiempo; controla el ánimo y su influencia se nota en las acciones que hace o deja de hacer el entristecido. No es difícil que el entristecido, así como el alegre o el enojado, sientan que su estado es inagotable, que no podrán ir hacia ningún otro lugar que el impuesto por su estado anímico. Las pasiones tienen esa rara característica, esa facilidad con la que se filtran y permanecen en el alma. ¿Se pueden alejar del todo o siempre dejan pequeños pedazos, apenas perceptibles?, ¿fingen que se van cuando otras pasiones ocupan su lugar?, ¿se vengan mediante los recuerdos, voluntarios o involuntarios, señalando que quieren volver al lugar donde antes dominaron? Aunque son muy astutas, las pasiones sí pueden ser controladas pensando y disfrutando de la actividad de pensar en ellas. Pensar en las propias pasiones para poder conducirlas con bondad es la mejor consecuencia de quien se apasiona.

Yaddir