El deseo a través de la virtud
Entramos con facilidad en un callejón sin salida llamado deseo. No sabemos de dónde le proviene su bondad o su maldad, a pesar de que muchos experimentamos, aunque no lo aceptemos, el mal en el deseo de otros. Preferimos, por eso, decir que todos son válidos, dignos de ser satisfechos, pero fácilmente nos arrepentimos de nuestra ligereza. Es fácil decir que la ambición de poder es denostable cuando la hemos visto cerca de nosotros. También es sencillo recomendar el no enamorarse, como Lisias, callando nuestros verdaderos propósitos.
La experiencia más mínima del deseo parece impulsarnos al dualismo vano. La razón como calculadora, conductora de las apetencias altas y bajas; el mito moderno haciendo gala de su semejanza con la hidra de Heracles. Pero de la experiencia al dualismo hay un puente que ya cruzamos sin siquiera tambalear. Cruzamos a tientas, pero corriendo. Por eso tropezar es fácil. Los rousseaunianos podían decir con tranquilidad que la razón moderna era la causa de la enfermedad, y, sin embargo, seguir creyendo en la existencia del espíritu, eso que le da forma a la existencia corporal del hombre. Los dramas amorosos modernos tienden todos a ese juicio que sentimos necesario en torno a lo pasional.
¿No será que el deseo, para ser llamado tal, requiere que no haya un dualismo en su explicación? Es decir, tendríamos que pensar si acaso en la experiencia del deseo jamás se esfuma la razón de él, ni siquiera en los deseos más “bajos”. La virtud del prudente no depende tanto de su deseo del reconocimiento, sino de su deseo y conocimiento del bien en el sentido práctico. Eso quiere decir que no se define tanto a partir de su amplio dominio de las circunstancias, como el prudente de Maquiavelo, sino de ese “segundo modo de ser”, de ese hábito que la inteligencia auspicia en cada acción suya. No es necesario que sea caritativo, ni pacífico: juzga las cosas públicas con verdad. No necesitó del estudio de los principios del estado, porque la prudencia no es conocimiento teórico. La bondad de su deseo proviene de su conocimiento de la verdad: no hay prudentes sin poder, pero el prudente no es tal por ser poderoso, en cualquier sentido que se le pueda entender.
Eros puede llevarnos a equivocarnos y a acertar. Las posibilidades que da son variadas. Templar el amor no es morigerar la pasión. El buen amor vive junto al conocimiento, como la virtud. Los malos deseos no se convierten en buenos. Es nuestro conocimiento del bien lo que va caminando junto al deseo mismo. La tiranía no requiere de la justicia porque su sostén es posible sin buenos deseos. La variedad del deseo no justifica por sí misma la bondad automática de todos. La astucia es maravilla en la ejecución, y el deseo no es ejecución. De ahí proviene la idea moderna de que la búsqueda de placer es lo importante a la hora de examinar el amor y el deseo.
Tacitus