Me topé con un servicio en internet que ofrece ensayos ajustados para todo propósito académico. Estos escritos pueden dirigirse, según publicitan, a cualquier nivel existente de la academia con la extensión que sea necesaria. El sitio declara que por un precio ‹sensato›, alguien de un numeroso grupo de expertos que abarcan todos los temas estudiables en las escuelas, escribirá un trabajo para entregarse según el área requerida. Hasta el zambullido en los estudios más obscuros y caprichosos puede tener su escrito encargado sin vacilar. Esta empresa también presume de poder adaptar el texto a la medida intelectual necesaria, con la cantidad de notas, citas o alusiones esperadas y con toda la verborrea que sea verosímil, según se trate de un trabajo de bachillerato, licenciatura, maestría en cualesquiera modalidades o todo lo demás hasta postpreteridoctorado plus. Ah, pero esto no es todo. Con mucha destreza ‒todo esto en una página que exhibe un diseño plenamente profesional y de la estatura del sitio oficial de Coca Cola‒ venden además un seguro. El seguro indica que por un porcentaje extra, el cliente tendrá la garantía de que su ensayo obtendrá la calificación más alta posible del examinador al que lo presentará, o le será devuelto su dinero. Una nota muy visible para todo el que sienta que le tiemblan los arrestos, consuela con algo como: «bajo ningún estatuto legal nacional o internacional este pedido incurre en forma alguna de plagio, pues al contratar nuestros servicios, está pagando por los derechos de propiedad intelectual de la obra textual que recibirá, que fue diseñada originalmente para usted, y que por tanto será legalmente suya y de nadie más para hacer con ella lo que crea conveniente».
Antes de salirnos de quicio, digamos que la existencia de esto tiene, de hecho, algo de conveniente. Por lo menos en un sentido: el que no vea nada de malo en solicitar este servicio se puede dar cuenta de inmediato que no tiene ningún aprecio por su propia voz. No es necesario que vaya a caras terapias, ni que haga mucha introspección o que le pregunte a sus más íntimos conocidos sus opiniones; puede fácil y eficazmente observar esta expresión de la comercialización académica más descarada y percatarse de que, si no le encuentra lo malo, su voz no tiene ningún valor. Y además tal persona agradecerá muchísimo haber llegado tan rápido al grano pues, dirá, su tiempo estará mejor invertido haciendo otras cosas. Digo esto, si hace falta declararlo, porque quien esté dispuesto a creerse que las palabras se hacen propias pagando por ellas supone que la voz no puede decir nada por sí misma: su valor es el que le asigna el siempre móvil mercado. Es la razón entera la que aquí tiene condición de mercancía. Entonces esta conveniencia trae otra más, como si fuera promoción: y ésa es que aquél que no encuentre nada de malo en comprar palabras ajenas para presentarlas como su trabajo intelectual, será también quien carezca de exactamente aquello por lo que se sentiría insultado por esta insinuación.
Los «expertos» que trabajan en esta compañía son egresados de la academia, por supuesto. Son sus vástagos. ¿Pero es la academia la que se ha comercializado? ¡La publicidad jamás permitiría que habláramos así de las grandes universidades! Por supuesto que no: nos han hecho suponer que en la academia se centra la buena educación en su gran amplitud. Hay una vieja honra en la presunción de esta exaltada condición. Hay quien alega que una cosa es la educación del carácter que se da en casa de cada quién, y que las escuelas son sólo para aprender las disciplinas del mundo laboral; pero jamás se anuncian así las mismas escuelas. Ellas ofrecen mucho más. La raíz, bien abajo de tanta tierra histórica universitaria, es una convicción en que las personas pueden mejorar a través de la educación. Las escuelas abanderadas con valores y programas de guía, superación, formación, y demás terminajos bellamente sonantes, dirán a todo pulmón que son los semilleros del amor por una vida mejor. La academia, entonces, debería ser el mejor lugar para preguntar y aprender a preguntar cómo puede darse esta vida mejor. Si esto fuera cierto, sería indispensable que en la academia se diera la honesta reflexión. Para reflexionar con honestidad uno debe ser capaz de expresarse acerca de lo que en realidad le preocupa para perseguir la claridad tanto de sus dudas como de lo que significan en su vida, y también para buscar con dedicación las respuestas a las que está dirigido ese interés. Uno debe preguntarse qué es importante y por qué lo es. También, y tal vez esto pueda ser enojoso algunas veces, uno debe poder preguntarse quién es quien piensa que tal cosa o tal otra es la más importante de todas; y también, por qué. La reflexión honesta es la que se merece honra. Tal mérito de la rectitud del pensamiento reconoce un compromiso con la verdad. Comprometerse con la verdad implica arriesgarse uno mismo a encontrarse a sí mismo, y a hacer frente a sus prejuicios, sus opiniones, sus deseos y sus intereses. Es decir, la honestidad académica sólo es posible para el que admite el compromiso de cuidar su propia voz.
Con todo, no es verdad que la academia fomente ninguna de estas cosas. Al contrario, facilita la inmersión al mundo irreflexivo cuanto puede y entrena en las técnicas del éxito. Hablar de honestidad, compromiso y cuidado es obviamente palabrería excesiva si la academia es el negocio de la información especializada; en él, el interés es el progreso de la vida profesional, no la verdad. «Información» ya se entiende como dato puesto al servicio de la urgencia y la eficacia; y «especializada» porque se asume como conocimiento aplicable a cierta producción determinada por la demanda del consumidor. El progreso en la carrera impide que un interés honesto por la verdad sea la persecución de la academia. Si el valor de la voz depende del mercado académico, la educación no es sino una de las excusas para mover los productos comerciales, que finalmente podría ser cualquiera de las muchísimas cosas que pueden estar altamente solicitadas. Comprar la opinión ajena es, en el caso suave, muestra de la indiferencia al aprendizaje, o la convicción en la invalidez de la palabra en el caso fuerte. Cualquiera de ambos refleja deshonestidad, porque publicitan de palabra el valor del aprendizaje para venderlo mientras suponen que no hay nada que esté comprando en realidad el cliente. Éstos son vendedores de humo, pescadores de incautos, depredadores de confiados; y además cobardes, porque no se enfrentan a su propia convicción. No creen en la posibilidad de hacer tal cosa. Tales son quienes pierden la voz. Pero si, por el otro lado, la existencia de este servicio es indignante, tal vez sea eso el signo de que nuestra voz no es mercancía. Y tal vez si nos permitimos la exageración (ese pecadillo gracioso), podría ser éste un signo de que no hay dinero en todo el mundo que pudiéramos pagar para mejorarnos.