Muchas páginas se han obsequiado en la reflexión por la educación. Más o menos se ha estipulado qué debe enseñarse, pero todavía no queda totalmente marcado el modo de hacerlo; el motivo por el cual ha de enseñarse o aprenderse algo, así como el uso de lo aprendido, todos lo saben. Pero la sólida certeza se quiebra cuando se piensa si lo que se enseña es bueno y si es bueno que sea aprendido; trozamos los pedazos al pensar si las carreras estipuladas para estudiarse son suficientes para los millones de estudiantes ávidos de un futuro; se vuelven polvo cuando recapacitamos si les hará bien a tantos estudiantes tener una idea demasiado elevada de lo que podrán hacer con lo que estudien. En medio de estas reflexiones me encontraba, pensando que quizá exageraba, pues sí había gente que cumplía sus metas y más altos sueños, cuando leía las acciones de los profesores a lo largo del país y, como si fueran pensamientos hermanados, recordé que existe un día para que los maestros sean reconocidos y ellos se reconozcan a sí mismos. Indudablemente la figura del maestro es indispensable al momento de pensar en la educación institucional, pero principalmente de la educación no institucional; pobres maestros, todos los complejos cuestionamientos sobre la psicología humana que deben hacerse antes de su clase (en su clase y después de ella), para ver cómo pueden transformar el país, mediante su sapiencia y sus palabras, para que encima se encimen en las calles con mayor concurrencia exigiendo algo que deberían de tener. Un día para honrarlos es insuficiente, debería de concedérseles, a lo menos, unas dos semanas enteras. Con tal pensamiento, para nada geodónico, me había contentado, pues pocas veces había recordado a mis maestros en su día. El contento me procuro tranquilidad, me sentía casi incorpóreo y dormí.
Soñaba que me encontraba en una atípica marcha de profesores. Veía una marea de sombreros de paja dirigirse a un único punto, envueltos en un uniforme canto. Ahí se encontraba un profesor (me parece que no era de la capital, sino de Michoacán o de Oaxaca) con mirada dura, encima de un templete. Pese a que nos habíamos detenido, los profesores seguían coreando cánticos cuya canción no recuerdo completamente. Después de unos minutos de expectativa, el profesor del templete comenzó a decir: “Compañeros, nos hemos reunido porque la educación está en peligro. Su desaparición es inminente, hasta me sorprende que todavía no haya desaparecido. Nos han declarado una guerra, encabezada por un pobre soldado sin pantalones. Todos sabemos que él no manda, que él sigue órdenes. Todos debemos ir con la máxima autoridad, exigir lo que justamente nos corresponde. Pero debemos ir unidos, que sólo unidos podremos ganar esta guerra contra los enemigos de la educación. No nos dejaremos amedrentar con reglas que ni siquiera ellos acatan. No dejaremos que un papel destruya años de formación educativa. Por eso compañeros, debemos unirnos, caminar hacia delante, no ceder ni un solo paso. Unidos, compañeros, venceremos. El futuro del país está en nuestras manos.” Cuando el enérgico y entusiasta profesor dirigente dijo esto, todos soltaron gritos de júbilo y de aprobación. Unos momentos después, concluyó: “todos los pobres de ideales, de convicciones, dirán que estamos locos, que somos soñadores. Eso es lo que queremos, un sueño, un sueño, compañeros.” Entre tanto grito triunfal, recordé que estaba soñando y desperté. Al despertar noté que no me había movido ni un centímetro de donde me había dormido, pero mi corazón palpitaba deprisa, espantado, temiendo el fin de la educación.
Yaddir