La palabra, es sus distintas manifestaciones, es propia del hombre. Entre palabras vivimos, entre palabras revivimos; su lugar siempre estará en nuestro lugar. Pero las palabras no son tan diáfanas como nos parecen, tienen una extraña forma, escurridiza a quienes las usan como la herramienta más sencilla. Un ejemplo claro de lo anterior lo encontramos al platicar. Hay pláticas donde hay un esfuerzo casi consciente para que impere la confusión, donde cada persona no sólo no entiende lo que dice la otra persona, sino que ni siquiera entienden lo que quieren decir. Si de una plática apenas se puede recordar con quién se platicó, en el intento por buscar una conversación colectiva todos lanzan ruidos y el estruendo es lo único común. Pero también hay conversaciones sinfónicas, personas que intentan esforzadamente hablar sobre algún aspecto de un asunto que le parece relevante con otras personas; algo semejante sucede con una orquesta, los músicos que la integran son como personas que intentan hablar con las demás en el mismo tono, reconociendo cuándo es conveniente hablar, cuándo es conveniente callar, reconocen cuándo se está llevando una conversación armónica.
Parece que cuando se conversa sobre un mismo tema entre muchas personas, las palabras fluirán con la facilidad con la que la música sale de una flauta. Pero todos, mucho antes de conversar, ya tienen alguna idea sumamente clara, de la cual no cabe ninguna duda, sobre lo que se va a decir; todos afirman antes de pensar. En la novela Orgullo y prejuicio, cuyo contenido se caracteriza por albergar buenas y malas conversaciones, se nos presenta a Lady Catherine conversando con Miss (Elizabeth) Bennet. En la charla reluce la especial confianza que Lady Catherine (mujer con inmensas propiedades) tiene hacia la educación que una institutriz puede proporcionar, sólo con ella, según la gran dama, las señoritas pueden ser bien educadas. No hay posible discusión con ella, no existe ningún modo por el cual pueda cambiar de opinión, a pesar de que vea a señoritas que han sido educadas sin institutriz mejor que su propia hija. Al parecer nunca se puede conversar bien con una persona tan confiada de sus ideas.
Si un músico excelente, al momento de ejecutar alguna pieza, no se acopla a los otros músicos, ni se esfuerza por entender cómo él, con sus particulares características, puede embonar con las características de los músicos restantes, nunca podrá tocar en compañía de nadie. Quien nunca escucha a los fantasmas con los que supuestamente quiere conversar, perdiendo así la posibilidad de enriquecer su experiencia sobre lo que se está hablando (a su vez también está perdiendo la posibilidad de ver a los fantasmas como personas), se estará perdiendo de la armonía de una conversación conjunta y de su hermana gemela, la belleza.
Yaddir