Hijos de la tierra

Ella no sabía por qué había estado tanto tiempo viendo por la ventana, y él no sabía qué era lo que su esposa miraba. El silencio se había apoderado de su casa con los años y ya era muchísimo. Se había acumulado en las esquinas y los muebles, y había incluso una gruesa película de él en el suelo. Por eso cada vez pisaban con más cuidado y se retraían para no tocar los muros envejecidos, no fuera a ser que algún ruido inesperado irrumpiera en ese delicado balance que era su mutua ignorancia. Hacía mucho tiempo que ninguno de los dos hablaba; pero no sólo entre ellos: con nadie. En realidad, ya nadie hablaba con nadie. Las voces habían abandonado los nombres y así se había perdido hasta aquello que mereció alguna vez llamarse amigo. No había conversación, no había diálogo, no había reconocimiento. La ciudad entera parecía haber sufrido un extraño cansancio. Primero había vivido décadas de una violencia inaudita, como un coloso de sangre y gasolina que se vuelve loco de rabia y que brama, y azota los puños contra la tierra y arroja las piernas y muerde su propia lengua y rasguña su carne y sacude la cabeza astillando sus dientes con la quijada trabada. Pero siguió y siguió en su fiebre a un ritmo que no podía durar, hasta que de pronto la ciudad quedó mareada por la rapidez de su respiración, sin distinguir ya la indignación del dolor en los huesos, y cayó de rodillas jadeando. La humillación se volvió desconsuelo, y luego éste se volvió pesadez. Ahora la ciudad estaba extrañamente cansada: jadeante, parpadeando apenas con dificultad, recostada y vencida, sin amores ni deseos. La gente de la ciudad había visto nacer generación tras generación en la indiferencia. Lo último en extinguirse fueron las denuncias de insensibilidad. El trato personal terminó por confundirse con la inercia. Las riñas se apagaron junto con la fuerza para pelearlas. Las llamas se ahogaron y dejaron solamente las estelas de su humo venenoso.

Ahora, ya nadie hablaba con nadie. Ellos dos, marido y mujer, vivían como el resto, en un juego silencioso de fingida compañía, archivados en los cajones que hacían sus muros blancos esperando sin saber. De pronto, ella se dio cuenta de por qué había estado tanto tiempo viendo por la ventana hacia el frío domo celeste: había algo sumamente extraño esa tarde. El cielo parecía haberse muerto. Las nubes estaban estáticas, las pocas estrellas que al filo de la noche habían brotado de entre el denso éter negro no estaban tintineando, no salía ninguna estrella nueva que se les uniera, la luz tornasolada no se obscurecía ni se esclarecía. El cielo entero había dejado de moverse. Él se dio cuenta de que con el eco de un antiguo horror, su esposa miraba que el mundo estaba pasmado. Se sentó junto a ella a admirar incomprensivamente. Y así se mantuvieron con los ojos bien abiertos tanto tiempo que no puede contarse. Así fue, hasta que el Sol comenzó a moverse. Conmovidos por la maravilla, ambos contemplaron que el Sol salía por donde se había metido. El poniente era ahora el levante. La bóveda celeste rugió un grueso y espantoso rechinido antes de empezar a girar, y giró en sentido contrario. Ella miró a su marido y creyó verlo más joven, pero no sintió nada por él. Él no volteó, ocupada su atención en el paso invertido de las nubes. Esa noche salieron por última vez de su casa y no volvieron a verse nunca más.