José despertó con el sabor de una moneda en el paladar y sin cuatro de sus ocho incisivos. Alarmado, se miró en el espejo, buscó debajo de la almohada y en el lavabo sin éxito alguno. No recordó haber tenido una riña o un accidente el día anterior, ¡mucho menos una cita con el dentista! Desesperado, recorrió la casa de cabo a rabo hasta que por fin encontró igual de alegres y divertidos que las noches anteriores, a esos hombrecillos bidimensionales (sí, los mismos que le extirparon las uñas de los pies, los vellos de la ceja derecha, y los lóbulos de los oídos) apostándolos en un singular juego de dados. Se miraron un segundo como dos desconocidos, y el silencio reinó en la casa. Encogiéndose de hombros pegó un suspiro profundo mientras se tranquilizaba, una vez resuelto el misterio, recordó sus andanzas, sus pérdidas y sus ganancias de toda la semana. José sonrió y no quiso perder más el tiempo, dio la media vuelta y con toda la calma del mundo se vistió para salir al trabajo.