Santos Inocentes

Nos encontrábamos un domingo en casa de un buen amigo, acostumbrábamos pasar la mayor parte de nuestro tiempo libre encerrados en su cuarto jugando videojuegos, escuchando música y comiendo papas Sabritas (los Rancheritos valían cincuenta centavos entonces y los comíamos por montones). Decíamos un montón de tarugadas como era propio de los chicos de nuestra edad, gritábamos y hablábamos con malas palabras pensando que era lo más cool del mundo. En ese tiempo no estaba mal visto encender un cigarro si a uno se le apetecía, en la casa de mi amigo teníamos mucha privacidad, el cuarto estaba hasta cierto punto apartado del resto de las demás habitaciones, por lo que teníamos un montón de comodidad para hacer lo que se nos antojara. Esta situación estratégica, tenía además la ventaja de que la ventana de dicho lugar daba diréctamente a la calle, lo que nos permitía estar de chismosos mientras esperábamos nuestro turno para jugar Crash Team Racing en el Play Station.

En fin, aquél día el relajo estaba en el más lúcido de sus momentos por lo que escondernos cuando los testigos de Jehová llegaron a tocar la puerta, nos resultó completamente imposible. En otras ocasiones, cuando estábamos más entretenidos o el cuarto estaba menos abarrotado, podíamos asomarnos por la ventana discretamente para ver quién llamaba la puerta, en caso de ser cualquier emisario de la buena Palabra, nosotros guardábamos más silencio y nos dedicábamos a maldecir en susurros hasta que los predicadores continuaban su camino. En otras ocasiones, simplemente nos descarábamos y no les abríamos aunque tocaran la ventana de donde venía todo nuestro relajo, no estábamos acostumbrados a ser corteses con la demás gente, así que muchas veces les insultábamos desde adentro sin mucho remordimiento.

 Ésa vez no fue así, en aquella ocasión estábamos toda la banda reunida, eramos más de seis muchachos quinceañeros en el más animado de los ambientes, ¿por qué nos íbamos a esconder de unos extranjeros bienintencionados? No, en aquella ocasión nos pareció divertido abusar de nuestra condición, e hicimos lo que acostumbrábamos hacer seguido pero en otras situaciones: mandar al más pequeño de nosotros a hacer los mandados que nosotros no queríamos, bajo amenaza de pamba loca, en este caso, lo enviamos a abriles la puerta y escuchar la Buena Nueva. Choi, el más pequeño del grupo (sinceramente no recuerdo su nombre de pila en este momento, pero los apodos son para toda a vida), salió a regañadientes, maldiciéndonos y hasta cierto punto resignado a que era su deber obedecer a sus mayores. No pasaba de los 12 años, por lo que lo tomó como cualquier mandado que le hubiera encargado su padre, al cerrar la puerta del cuarto y entrar al patio de la casa, lo escuchamos juguetear con una pelota de plástico y reír de alegría, con la facilidad que tienen los niños para sentirse felices de un momento a otro. Todos guardamos silencio, esperábamos ansiosos escuchar el sermón y el martirio del muchacho, esperábamos incluso poder escuchar su aburrimiento y sus fallidos intentos por deshacerse de los predicadores. El silencio fue rotundo, o duró más de un par de minutos hasta que escuchamos la puerta del zaguán abrirse. Los testigos de Jehová no esperaron un instante, y con todo su mecánico adiestramiento lanzaron su anzuelo: —Hola, niño, buenos días, ¿tú crees en Dios? Dijeron con la frialdad y confianza que su quehacer les había tatuado ya en el alma, si embargo, no esperaban una respuesta como la que obtuvieron. Choi, con toda la candidez que podía caberle en el alma les respondió dudoso y con toda naturalidad: —Pues… casi no.

El silencio se hizo todavía más profundo y hoy en día puedo imaginar claramente las caras de los evangelistas al tratar de procesar lo que acababa de suceder. Yo no lo vi, nadie de nosotros lo vimos, pero sabemos que el desconcierto fue total. Pasaron más de diez segundos en silencio y Choi, tal vez un poco extrañado pero decidido, aprovechando el desconcierto (y el silencio) de los predicadores, les cerró la puerta en las narices y volvió al cuarto con nosotros sin decir una palabra y sin saber lo que acababa de hacer. Los testigos de Jehová no volvieron a llamar ese domingo, y nuestras carcajadas fueron tan fuertes que el eco todavía resuena hoy en nuestras almas.

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