Se ocultó el Sol. Primero tras los campos trabajados que veían el fin de la jornada. Poco tiempo después, lejos en el puerto, lo vieron ponerse también. Los juegos reflexivos del mar y las nubes que compartían según su capricho un poco del brillo ígneo que los prendía en las horas más cansadas, inspiraron entonces a un jovencito poeta que vivía cerca de los muelles. Con una entonación infatuada cantó que el gran astro se sumergía en las aguas del océano. Cantó que después de un día sofocante y bochornoso, quiso refrescarse con un chapuzón. Cantó que iba a pasar la noche muy lejos de quien pudiera verlo: lejos de los campos, de los puertos e incluso de los barcos comisionados a arriesgar la vida en soledad. Muy lejos de los ojos desapareció lentamente todo el color de las cosas del mundo. Las acusaciones de los pocos testigos que escucharon la invocación del poeta bastaron para condenarlo, pues al día siguiente, los campos trabajados no amanecieron y los arados quedaron relegados al frío de una noche que duró hasta mucho después que todos los granos y los huesos se hicieran polvo.