Tiempos de sequía

Cerca de mi casa hay un edificio, un restaurante, del que sale una toma de agua para bomberos, de ésas bicéfalas cerradas con tuercas grandes y de diámetro muy grueso. Durante la última gran sequía de la zona (llamo grandes a las que duran más de tres días seguidos) el único brote de agua que se encontraba a la vista era el de esa toma: se iba directo a quitarle la sed al pavimento. No sé si empezó a fugarse porque alguien la abrió y olvidó cómo cerrarla, o si coincidieron extrañamente el evento de la carestía y el de la fuga, o si alguna razón relacionada con el funcionamiento del sistema de aguas (completamente desconocido para mí) podría explicarlo. El hecho es que estuvo saliendo agua sin intervención y sin provecho tres días mientras que ninguna de las llaves de mi edificio podía sacar más que ruidos extraños, jadeos y toses como de tísico.

Uno supondría que algo como esto alarmaría no sólo a los dueños del negocio, teniendo la toma más a la vista que todos los paseantes, sino primero a los funcionarios públicos. Sé, por lo menos, que éstos ya no estaban ocupados dando noticia de algún problema con el sistema principal de distribución de agua, porque eso exactamente acababa de ocurrir dos semanas antes en toda la ciudad, y ya habían cantado victoria; ahora más bien estaban empeñados en convencer de que cualquier carencia que tuviéramos era no menos imaginaria que el Chupacabras, la imparcialidad de las redes sociales o la buena voluntad del mercado. En efecto, cuando uno hablaba para preguntar cuál problema impedía ahora que llegara el agua, a uno le decían que no había ningún problema y que el agua debería estar llegando bien. «‒Pero no llega. ‒Pues debería. ‒Sí debería, por eso hablo. ‒Pues aquí dice que todo está bien. ‒Pero no llega», etcétera. Tres días, pues, estuvo escupiendo la toma de agua sus borbotones como presumiendo la abundancia que sólo acumula para después comprar envidia. Al cuarto día, amaneció la toma con un parche. Y chorreaba todavía. El parche era una cinta de apariencia pegajosa, muy ceñida a los tubos, blanca y puesta con la presunta habilidad de un experto parchador de hidrantes. Pero chorreaba todavía. Quizá alguien sepa por qué no hubo quien diagnosticara si una pieza se había roto y había que substituirla, o si algo sobre la instalación debía afinarse. Quizá nadie lo sepa. Finalmente, después de que ya se veía verdoso el rastro de agua desperdiciada sobre el camino, uno de los funcionarios que trabaja unos peldaños más arriba que los anteriores, pensó que la situación era insostenible, así que se necesitaba encontrar una mejor solución al parche. Acto seguido, mandó parchar el parche.

Hoy el hidrante está inutilizado o, por lo menos, obstruido al punto de dar risa (esperemos que no lo necesiten los bomberos). Lo envolvieron con metros de cinta de aislar y varias capas de plástico transparente de papelería, hasta momificarlo entero. Y ya casi no chorrea. Sólo una gota persistente cae diario; pero ya nadie la toma en cuenta: es muy poquito lo que se pierde y ya van varios días en que no se nos va el agua. Y así, habiendo gastado más tiempo y más recursos que si tan sólo hubieran seguido el protocolo, y tomando decisiones improvisadas una tras otra, los competentes burócratas inventaron una ingeniosa variación al tema de barrer la tierra debajo de la alfombra. Bueno, pero eso es sólo una anécdota aislada. Lo que yo quería preguntar es ¿qué noticias hay sobre nuestra política? Estos días no me he enterado de nada con lo preocupado que he estado con el agua.

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