El Panal (parte anterior a la uno)

Pensé en matarme más de una vez aquella noche, pero mis opciones para lograrlo estaban reducidas al mínimo. Podía asfixiarme si por algún milagro pudiera evitar que el cuerpo hiciera su eterno trabajo mecánico, o podía morderme la lengua y esperar desangrarme o ahogarme con mi propia sangre (lo cuál sería otro modo de asfixia), sin embargo, sigo siendo demasiado cobarde como para abandonar esta vida. Tal vez hubieran más modos de matarme en aquella situación, pero con todo lo que me aconteció aquél día, no se me ocurrió ningún otro. Aquella noche no pude dormir, tampoco pedí perdón, no hice otra cosa que quejarme como la más sufrida de las madres, como la Magdalena o como la mismísima Virgen María. Me quejaba de todo, del olor del lugar, olía a cemento de Campo Santo y a viejo; me pesaba casi tanto como la espalda encontrarme allí, el descuido por el que fui a caer en manos de aquél imbécil condecorado que seguramente estaría durmiendo felizmente aquella noche en una cama tibia con una sonrisa de triunfo al lado de una prostituta fina, de esas que no huelen en lo más mínimo a cebo agrio. Me odié a mí mismo, por tonto, por descuidado, por haberme dejado atrapar sin poner más resistencia que un par de ojos morados y alguna costilla rota. Me reproché un montón de cosas en la oscuridad, y ahí se quedaron, ahora ya no puedo recordarlas. Traté, sin darme cuenta, de entretenerme de ese modo, haciendo un recuento interminable de cabo a rabo y de ida y de vuelta repasando la escena de mi vergonzosa caída. Lo hice con esa esperanza (que aún mantenía viva) de aprender la lección, con esa ingenuidad que tienen los hombres de mirar el pasado como si eso les permitiera cambiar lo sucedido. Yo, al igual que ellos nos aferramos a él, lo miramos con la la misma infinita distancia que tiene un espectador de teatro con respecto a los actores y con el mismo poder e influencia sobre el transcurrir de la tragedia puesta en escena. Mi mente iba y venía como fuegos artificiales de un lugar a otro, pero guardando siempre la constancia del dolor que comenzaba a tatuarse en mi espalda. Los temas que rellenaban la tripa flácida de mis pensamientos no importaban, podían ser ovejas, podían ser armas, podían ser incluso los colores diluidos en agua que deja el aceite de un automóvil sobre un charco parido por la lluvia de la noche anterior. Todo me era lo suficientemente atractivo y nostálgico, a la vez de útil en aquella noche en la que el sueño se fue de parranda olvidándose de hacer su trabajo conmigo.

En la oscuridad no importa mucho si tienes los ojos abiertos o cerrados, a fin de cuentas lo único que puedes ver es lo que tu imaginación puede mostrarte. Ya que esto es así, ¿por qué debería importar si tienes los brazos extendidos o sobre tu pecho en forma de cruz? ¡¿Por qué debería ser importante si uno se encuentra acostado o sentado?! En uno de mis berrinches de aquella noche, vine a dar con aquella brillante idea. Era absurdo pensarlo, era absurdo si quiera soñar despierto con diluirme en la oscuridad como un nonato en líquido amniótico, eso era imposible una vez parido; sin embargo, yo quería fantasear con ello, quería volverme uno con la negrura eterna que me cubría, desaparecer como una mancha de sangre de Abel sobre la tierra fértil del Paraíso. No podía, siquiera, concebir la gravedad de que esa idea, esa fantasía, más que liberarme, me condenaba a sufrir por su carácter inalcanzable. En la primera noche, me hubiera mordido las uñas para pasar el tiempo, por un momento desee tener un pedazo de uña lo suficientemente grande como para ser masticado hasta que se convirtiera en polvo, este deseo no lo olvidé, sin embargo tuvo que esperar hasta el día siguiente, cuando comencé a construir mi hábito de morderme las uñas. Éste adquirió con el tiempo la utilidad secundaria, que a falta de un instrumento mejor, me ayudaba a contar los días transcurridos. Comencé por morderme la uña del dedo índice derecho el primer día, el viernes, cuando me trajeron al Panal fue jueves, eso lo tengo demasiado claro y guardo la seguridad de que jamás lo olvidaré. Usaba mis pulgares cuando la duda me asaltaba en la oscuridad, para ubicarme en el tiempo. Acariciaba con su aun regordeta yema los bordes extremos del resto de mis dedos, sintiendo (y encontrando cierto placer en ello) las rebabas de la uña amputada. Del mismo modo me servía para saber cuál había crecido lo suficiente para ser recortada de nuevo, dándome la ilusión irresistible de tener un nuevo juguete para mi lengua. Las uñas, no importa qué tan cortas o flacas estuvieran al cortar, me duraban al menos un día (o yo me las ingeniaba para lograrlo) a veces cortaba un pedacito y la parte mayor era movida con mi lengua hasta montarla sobre la base de mis dientes superiores, ocupando un lugar seguro resguardado por la parte interior de mi mejilla y quedando a mi disposición inmediata. Inventé algunos juegos para distraer la atención de la espalda, no eran muy complicados y más que un objetivo que requiriera destreza (algo así como pasar un pedazo de uña por entre dos dientes sin que ésta quedara atorada) se enfocaban más en las sensaciones que podía producir en mi boca. Buscaba, literalmente encontrar nuevas sensaciones y los pequeños picos que quedaban en los extremos de la uña, servían para darle un poco de variedad al asunto. A veces tallaba mi paladar con la uña sobre mi lengua, como si fuese un cepillo de alambre recorriendo un pedazo de madera para marcarlo. En otras ocasiones, pasaba horas tratando de poner verticalmente la uña, y luego cuidando de no perder esta posición comenzaba a picotear mi paladar, buscaba hacer puntos, incluso llegaba a fantasear que marcaba, a partir de estos, ciertas figuras. Imaginaba constelaciones, de esas que ocupan los navegantes para ubicarse dentro de la oscuridad de la noche sin luna, lo más seguro es que nunca atiné ninguna de ellas y lo que yo dibujaba en mi paladar, no fuese sino un montón de puntos azarosos en un espacio infinitamente oscuro e impío. Otras veces raspaba o punzaba la parte inferior de mi lengua, es más sensible que otros lugares de mi boca y era como una beta inagotable de sensaciones nuevas. En las más ansiosas de las veces, aquellas donde la desesperación se apoderaba de mi cuerpo, me dedicaba a masticar, ponía cada extremo de una uña partida por la mitad entre mis muelas, y mordía, mordía hasta que me dolía la quijada más que la espalda y luego me relajaba, cuando la ansiedad me atacaba sin una uña porque el tedio la hubiera desgastado horas antes, entonces masticaba carne. Con el paso del tiempo, fui a descubrir que era posible morder un pedacito de piel de mi cachete interior, se lograba si se ponía mucha precisión en la mordida y casi no dolía. Es más, con el paso de los años, se me fueron insensibilizando esas zonas y el pedazo de carne que podía extraer de allí era cada vez mayor. Bueno, ya ustedes sabrán que las magnitudes son distintas cuando se miden con la lengua. Debo admitir que dentro de una densa oscuridad como la que cohabitaba conmigo aquella parte del panal, no importaba mucho, todo era demasiado grande y a la vez todo era infinitamente diminuto.