Es verosímil que ocurran muchas cosas inverosímiles.
‒posiblemente Agatón
Somos muy imitativos. Nos pasamos la vida fingiendo montones de cosas: remedamos voces de otras personas, respondemos un ruido con otro igual, actuamos situaciones del pasado mientras contamos anécdotas, o gesticulamos siguiendo los gestos de quien nos las cuenta. Y entre todas las cosas que hacemos con mímica, una que rara vez tomamos por tal, es hacer lo que se supone que deberíamos hacer. Esto tiene su análogo más común en los niños, cuando recrean alguna situación en la que «juegan a que eran» ciertos personajes (en copretérito, como los sueños). Comunes son las que tienen protagonistas de aventuras emocionantes, como con agentes secretos, policías, héroes o simplemente actores en grupos adversos. Así también, como si nos divirtiera jugar a que éramos niños, a veces nos vemos como si fuéramos tal tipo de persona, hacemos como si nos correspondiera actuar de tal o cual manera, y entonces hacemos lo propio. Jugamos a que hacíamos lo que debíamos hacer.
La diferencia entre hacer en juego o en serio lo que se supone que debemos, muchas veces es difícil de notar. Podría ser que estuviera en qué significa este «se supone». ¿Significa tradición (usos y costumbres), ley, sabiduría? Sea cualquiera de éstas u otra posibilidad, ella señala la fuente de nuestro empeño hacia algún deber. También vale agregar a este juego de alternativas una nota importante: un deber puede ser forzoso (como la necesidad) o puede ser voluntario. Se llega a dar que nos obliguen, que nos persuadan o que nos persuadamos a nosotros mismos de la importancia de algo. En esto estaría la diferencia, porque podemos tener la intención de hacer una cosa que parezca otra, cuando aquésta no es tan valiosa para nosotros como la que originalmente nos motiva. Todo esto lo sabemos imitar también: podemos, por ejemplo, fingir que estamos obligados hasta el hastío a alguna actividad que en realidad nos interesa realizar voluntariamente, y así esperamos evadir las consecuencias de nuestra responsabilidad. La causa, pues, sería capital para inclinarnos por la ficción o por la verdad de nuestro deber. También podría ser que la inclinación no significara una ruptura completa entre juego y seriedad. De un modo o de otro, la fuerza del juego se finca en la verosimilitud: mientras más fácil sea dejar pasar lo verosímil por lo verdadero, más honda será la ilusión en la que fingimos. Lo verosímil y lo verdadero pueden ser lo mismo; aunque no siempre es así. Me imagino que no es sorpresa que los juegos sobre lo más importante suelan ser especialmente envolventes.
La fachada de una vida política falsa se da entre fantasmagorías de acciones sobre lo justo y lo injusto, pero su falsedad no se nota fácilmente por el grueso tejido de sus imitaciones. Es un juego complicado de deberes mostrados verosímiles por una retórica muy acostumbrada y dejados pasar de largo por una complacencia perezosa. Al que tanto lo falso cuanto lo verdadero le parecen igualmente verosímiles tiene, además de la costumbre y la pereza, una imaginación atrofiada. Incluso las acusaciones de falsedad deben tomarse con distancia, como la de quien lee el discurso de algún antiguo estadista, porque no sabemos si quieren decir que es falso el deber o que es falsa su supuesta causa. ¿No será esto una raíz de la confusión de nuestras ciudades? La participación popular en estas fachadas es muy variada, como son variadas las formas de sus simulaciones del deber. Se juega, pues, a que se hacen las cosas necesarias o a que se toman medidas graves o a que se llega a tales indispensables acuerdos; todo ello, porque un hombre político debería estar preocupado de éstas y aquellas cosas. Se hace un simulacro muy complicado en el que se juega a que teníamos instituciones políticas e intercambios dialécticos que se jugaban la forma de vida de muchísimas personas. Pero en el fondo, parece haber otra trama: el juego del poder.
Nuestra vida pública es especialmente llamativa por sus muchísimos sinsentidos, por la simulación constante y por los innumerables sucesos que no tienen explicaciones congruentes; tanto espectáculo «surrealista» (como en los sueños) sería chistoso si no fuera porque su escenario es el de una violencia rapaz con una ciclópea burocracia de instituciones alcahuetas. Tal parece que las personas son tan dadas al juego, que incluso dominadas por la sed del poder, no se toman ni éste en serio. Quizá sea porque la mayoría está más motivada a hacerle caso a Hobbes escapando de la dolorosa muerte y se han convencido de que para ello hay que perseguir una fortuna (y para ello progresar, y para ello una carrera, y para ello…). Se juega a que se busca, a que se tiene, a que se ejerce el poder, y se juega a que es por él que toda la vida práctica se mueve incluso si uno cree con convicción científica que todos somos máquinas detectoras de placer. En esta vorágine de espejismos en todos los niveles se imita al poderoso, como si correspondiera al deber de cualquiera que estuviera en nuestros zapatos actuar de ese modo y hablar de ese otro para emularlo. De pronto, el papel de cada uno es el de quien finge que tiene un papel pero que en el fondo tiene otro, ¿quién sabe cuántos más? Y todos son simulacro. Así, entre que se dice que se toman decisiones por alguna causa, que se toman a escondidas otras, y que el motivo es una tercera más escondida; entre que se representan montajes complicados como ése y que nadie hace lo que dice ni espera de sí mismo lo que él supone que se supone, y muchos otros despliegues de este tamaño absurdo, terminamos confundiendo la vida pública a tal grado, que ya no es posible distinguir la demagogia de la retórica del diálogo, ni lo falso de lo verosímil de lo verdadero, ni los enemigos de los compañeros de los amigos.