Auto-desgarramientos

Auto-desgarramientos

I

Va un talentoso hombre a prisión; mientras camina va pensando que los demás piensan esto de él:

Va herido el malvado

porque la verdad se le ha olvidado

y la rabiosa obscuridad en que vive exiliado

va masticando razones, transformando

 

polvillo áureo en infecundo

anzuelo doble. Traspasado

anda el desgraciado, airado,

de su propio orgullo lastimado.

 

Sospecha que el mundo algo le esconde,

así que él rasga que rasga va,

perdiendo sabrosamente ahí donde

 

perder quería estar. Y es que vas

falsamente herido –una voz le responde–

porque tu filantrópico actuar te esconde,

                                                            [perversidad.

II

De pronto comenzó a sonreír con quimérico orgullo. Su mirada soñaba que a los suyos les gritaba desde las galeras: “¡Por vosotros voy al barro, hermanos, y en cuanto encuentre las perlas que se nos han negado, volveré con ustedes a compartir descubrimientos, todo será nuestro!” Creyó que uno de la fila le decía, “¡qué sacrificio tan bello, ir al suelo para conquistar el cielo!, si no fuera por tu ingenio, ¿qué sería del cariño entre el hombre nuevo?”. Pero sólo eran las palabras del soldado, que viendo cómo temblaba el hombre de rabia, esto le dijo con majestuosa voz:

Serénate.

 

Yo no te castigaré, hombre

que el deseo está ya muy martirizado

y el trabajo del soldado

no ha sido entendido en la lumbre

 

de lo que tú llamas mundo pobre.

Ni la justicia, ni la naturaleza han cambiado,

pero tú insistes en renegar del pasado

para alejarte de ti mismo, y sobre

 

tus despojos construir el mundo nuevo,

ése donde no haya ni relato antiguo

ni sesos que el radiante Febo

 

guíe  con la antorcha que es Eros.

Por eso vienes ofendido, por saber

que es falsa tu ley: es necesario el mal de los insectos.

 

Serénate, mira cómo la verdad siempre intentó sanar tus cicatrices.

 

El fantástico hombre entiende que son burlas las palabras del gazapo que lo conduce. Una alegría amarga estalla en su ser cual rayo de Zeus. Al fin un rival digno del poder, se dice entre convulsas carcajadas. Intenta zafarse, cae al suelo. Mientras se levanta, un plan lo acompaña: dejaré que me conduzcas, pilluelo, y cuando estemos en tu palacio probarás el hierro de mi celo.

Se alejó entre risotadas, gritando su ingenio. Posiblemente se le olvidó que los planes como éste deben de ser un secreto… quizás también gritaba histéricamente, por saberse casi muerto.

Javel