Amor en la carne
La división entre lo privado y lo público es crucial para la fe, aunque parezca ilógico. Ilógico es si no existe una relación determinante entre el acto y la verdad. Es decir, que la fe, por el mismo nombre, no pueda probar nada, como le probó a Santo Tomás apóstol. En otras palabras, que la fe sea una cuestión muy personal, silenciosa, que habita sólo en ese fuero interno en donde se reza para que seamos oídos en nuestras plegarias. Que sólo en el desierto pueda uno mostrarse fidedigno. Que la prueba de esa privacidad sean las tentaciones, para las cuales no nos prepara la vida pública, por no tener juez suficiente entre los laicos, los ateos o los hermanos. Que no importe la diferencia entre la herejía, la idolatría y el mote moderno que se les ha dado, ante el problema político que la religión conlleva para la axiología: “fanatismo”. Que sólo a Dios se deba uno, literalmente.
La caridad interpreta de manera irrepetible esa división mediante el erotismo cristiano. Lo que parece recato excesivo ante el deseo carnal es reconocimiento de la tentación. Ese reconocimiento no es posible para quien no puede distinguir entre el deseo en el pensamiento y el acto. Uno puede reconocerse pecador antes de obrar por esa particularidad. También puede uno prevenir a los demás de ello. Si uno no puede atreverse a lapidar al pecador es por la misma razón. No es irrelevancia de todo juicio, es reconocimiento de esa intimidad que no debe compartirse en público, pero sí aceptarlo en presencia del pecado. El amor al prójimo es amor a Dios en ese infinito sentido. Vivir entre el pecado para perdonar y ser perdonados con misericordia; el fariseo se siente exclusivo de la virtud en sus modos privados, salvados por estar seguros de mantenerse en todo momento en la Ley, repeliendo a los que no reconocen su autoridad.
¿Quiere eso decir que la caridad nos lleva a probar el mal? No. Quiere decir que no hay bien en la vanidad. Que el hombre, carne perecedera, ha de evitar convertir el amor en un imperativo, en una exigencia pública, en tiranía. La fe se defiende racionalmente y amorosamente. La santidad no se prueba con orgullo. La resistencia a las tentaciones, privada, tiene su fruto en público, aunque sea discreto. Por eso uno puede actuar obligado por el ojo público en contra de su interés, o ser malentendido. Si uno renuncia a que la fe pueda ser defendida públicamente, se desvanece el esfuerzo de la caridad. Si ser tachado de hereje es doloroso, si duele y avergüenza, es porque importa la opinión ajena en torno a nosotros cuando la verdad está en juego. Pero, sobre todo, debe doler darse cuenta uno mismo de sus herejías, del error que otros no ven. Así es la experiencia del pecado, estipulado por la Ley, que es dada al hombre para su vida política. Vida a la que fallamos cuando hacemos una fe personal. En eso estriba la diferencia entre cumplir la Ley por obligación y por deseo. Eso es lo que la Iglesia significa: la fidelidad de una esposa que se vuelve una sola carne con su amado. La historia del amor a Dios no puede ser sin el amor al hombre, que debe saberse íntimamente, y, por ende, visto públicamente. La carne nos libra del exhibicionismo con el pudor enseñado por la caridad, nos enseña a entender el fariseísmo como ajeno al reconocimiento de la virtud.
Tacitus