Allá afuera, en mi pueblo, se tiene la mala costumbre de hablar sobre comida. Nunca viajé, cuando tuve la oportunidad preferí no hacerlo. No vi, desafortunadamente, gran provecho en conocer nuevos lugares, a cambio de correr el riesgo de quedarme a merced de la naturaleza o de los bandidos que asaltan las carreteras. Por lo tanto, no puedo asegurarlo por experiencia propia, pero sospecho que es un hábito que tienen todos los habitantes de cualquier pueblo del mundo. Bastaba con salir al pozo para acarrear agua, se podía escuchar a más de una mujer platicando con fervor acerca de la cena que preparó la noche anterior a sus hijos. — Un pollo adobado con papas cocidas al horno. Las hice en el horno de piedra, no en el de microondas, así se resecan menos y adquieren un sabor más hogareño, más nuestro. Se dicen recetas como se dicen los buenos días o buenas tardes según sea el caso, y se le escucha a más de una expresar abiertamente su anhelo por comer cuanto antes. Conocí a un sacerdote colombiano, cuando hablaba fuera del templo, no hacía más que frotarse la barriga y lamerse los labios diciendo “mmmh” yo siempre lo encontré de mal gusto, ya que cuando no gemía de esa manera tan desagradable, siempre estaba haciendo comentarios sobre comida. –Nos caería bien unos taquitos en estos momentos. Una birria me ensalsaría el ánimo. Hablaba sobre comida aún mientras comía, siempre pensé que él era, sin darse cuenta, la encarnación de la gula. Me pregunto si mantendría ese deseo de comer si estuviera también habitando en el Panal.
Cuando me estaban buscando para traerme aquí, tuve la oportunidad de escapar del pueblo. Un contacto, un primo del hijo de don Ricardo, el que vende perejil, me cobraba una jugosa cantidad de dinero por esconderme en su cargamento de abono. — Te metemos en un huacal, te vas bien apachurrado y te aventamos el abono encima para que no te vean. Vas a ir bien apretado e incómodo, pero solo será por un par de horas, luego, cuando llegues a Santa Anita, te podrás dar un baño y olvidarte de este malentendido. La idea, no me pareció agradable en lo más mínimo, y pensar que el cargamento (al igual que en muchas ocasiones pasadas) podía ser asaltado al pasar por el camino a San Toribio, me ponía la piel de gallina. Sabrá Dios a dónde iría a parar si se robaban el coche donde yo me escondería. La idea de habitar una nación desconocida, me era casi tan repugnante como aquél sacerdote colombiano, y pensar en vivir exiliado me era más grave que la muerte. Ya no importa a estas alturas, conocí mi pueblo de cabo a rabo y pienso muy seguido que tuve muy buena oportunidad de no haber sido atrapado jamás, si tan solo hubiera sido más cuidadoso, no estaría aquí.